Capítulo 3

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El problema con Rebecca, pensó Sarocha, es que siempre fue muy de izquierda y muy fresca, una combinación que aparentemente tenía un efecto perturbador en ella, capaz de desafiar las leyes del tiempo.
«Mmm, interesante».
Parpadeó y miró más allá. Sabía que desde fuera nadie podría identificar algo sobresaliente en esos pocos segundos, pero también sabía que había cometido un gran error.
Estudió hasta el hartazgo a los líderes de Nueva Izquierda, pero había ignorado al resto del grupo. Se aburrió mirando vídeos del intenso buenista Joaquín Álvarez. Se exasperó con el bullying intelectual de la hippie caviar Clara Hernández y escuchó con cierto interés a Azim Benali, la única voz con algo de cordura en esa formación de progres sin sentido común que intentaban con demasiado esfuerzo aparentar ser del pueblo.
¡Ja!, ser del pueblo. Rebecca de pueblo. Si lo más que sabía esa de pueblo era cuando bajaba de su villa a lo que para ella era el pintoresco mercado de fin de semana. Si es que había que reírse con esos progres de cuchara en boca y algodones
en el culo.
Sarocha sintió cómo su sangre comenzaba a hervir, aunque tuvo la suficiente honestidad para reconocer que no sabía con exactitud la causa.
¿Por la infección progre? ¿O por los pocos segundos en los que volvió a ver a Rebecca?
Los años la habían convertido en más... Rebecca. Todo lo que había visto en ella aquella primera vez en un garito de mala muerte se había acentuado: su aire calmado y accesible que ganaba la confianza de todos, su chulería coqueta nacida de saberse guapa porque sí, porque hay personas que nacen teniendo tanto que solo les resta gastar o compartir.
Maldita, Rebecca. Hasta el pelo lo seguía teniendo genial.
Sarocha siempre fue una adicta de tirar de las ondas del pelo miel de Rebecca. También lo era de su cuerpo de absurda perfección, resultado de crecer en una especie de comuna de hippies vegetarianos y yogadictos.
Sarocha también fue una adicta del afecto de Rebecca, o de lo que ella creía que era afecto, en específico esa horrible palabra que empieza por A.
Un escalofrío recorrió su espalda. Recordó cuánto le costó recuperarse, cuánto había luchado por ser libre de la esclavitud de los afectos. Recordó a su madre, a su escalera sin fin de cesiones, de humillaciones.
«No. No. Para», se ordenó.
—¿Todo bien? —escuchó el susurro de Juan.
Sarocha giró unos mínimos centímetros la cabeza y sostuvo la expresión de plácido estoicismo que tanto había esculpido con los años.
-Perfecto —respondió a la cara sonriente de su jefe de partido. Como si ella fuera a decirle lo contrario a ese otro, bueno para casi nada.
Sarocha volvió a sentir el peso de estar rodeada de ineptos a los que no se les podía llamar ineptos, y había que estar todo el tiempo haciéndoles creer que la última decisión fue, en efecto, una decisión suya. Aunque ella haya estado días trabajando para lograr ese final, sin que los ineptos de turno lo notaran. Todo valía la pena, porque los propósitos eran mayores.
Ahora había un nuevo problema sobre la mesa y lo había traído ella sin saberlo. Bueno, Sarocha no lo había traído; se lo sirvieron. Más bien, plato y contenido vinieron solos y se colaron en su mesa, como en otra época ese mismo precioso problema se había colado en su cama y era imposible que ella sacara voluntad para echarlo.
Era un problema juguetón, ágil, con unos dedos mágicos capaz de hacer de Sarocha la más lamentable de las necesitadas.
«iPara!», se reprendió mientras estiraba los ya perfectos
puños de su camisa.
El problema era real y solo ella era consciente de ello. Si Rebecca decidía contar por qué se conocían, Sarocha se vería seriamente amenazada. Los primeros en atacar, no lo dudaba, serían los miembros de su partido. Estaba muy bien exhibir una lesbiana en lista, ese era el papel de Charlotte, dos ya sería un exceso y si las dudas recaían sobre la segunda cabeza del partido, entonces era inadmisible.
Si Rebecca hablaba, estaría sirviendo la cabeza de Sarocha a todos los que llevaban años intentando borrarla del mapa político.
Y eso, Sarocha lo sabía, incluía todo el espectro político, en especial los miembros de Frente por la Patria.
No por primera vez, Sarocha fue consciente del peso de su soledad, de la lucha de 360 grados que llevaba tanto tiempo librando. Pensó en la última ocasión que se sintió acompañada. Un dolor que dormía con intermitencia dentro de sí durante los últimos doce años se desperezó. No esperaba la súbita tristeza que la desbordó, no la esperaba hoy, no la esperaba en ese lugar. ¡Maldita, Rebecca!
El único acto de su vida que no pudo controlar con precisión regresó para morderle por la espalda. Las mordidas de Rebecca, ¿pero por qué pensaba en las mordidas de
Rebecca?
Sarocha relajó los músculos del rostro y proyectó una de sus escasas sonrisas. Llevaba demasiado tiempo desconectada de lo que pasaba alrededor. Hizo contacto visual con varios conocidos y saludó como si se alegrara de verlos. Ninguna de las partes lo creía, pero las buenas maneras nunca estaban de más, menos con la prensa cerca.
La prensa, ahí estaba la primera parte de su problema,
¿sabrían ya los medios que ella y Rebecca se conocían? No era improbable. Para empezar, Clara Hernández las vio juntas en alguna ocasión. Rebecca siempre la presentó como una amiga, pero, ¿Qué le diría cuando ella no estaba cerca, qué le diría ahora?
Una parte de Sarocha, esa que todavía portaba algún vestigio de ingenuidad, le recordó que si algo era Rebecca era leal.
Que ella siempre pudo confiar en que Rebecca haría lo correcto, aunque estuviese mal, aunque fuese una torpeza.
Sarocha vio a todos a su alrededor ponerse de pie y se apresuró a hacer lo mismo. Desde su punto privilegiado observó la llegada del monarca y su toda su prole. Esta vez, al menos, habían tenido suerte. El Rey parecía ser consciente de sus responsabilidades y su papel.
Sintió el impulso de mirar hacia atrás y saber qué hacía Rebecca. No es que la figura del Rey fuese precisamente admirada en su casa. Para Nung y Richard, el Rey era una buena fuente de risas.
Sarocha se dio cuenta de que llevaba años sin pensar en esos dos hippies con suerte. El bueno de Richard y la temible Nung, una mujer que ejerció un raro magnetismo en una Sarocha joven y famélica de modelos femeninos de los que no quisiera huir como la peste. Como de su madre.
«¡No! ¡No! Por ahí no. No hoy».
Sarocha mantuvo la vista al frente, negando la visita al pasado. Escuchó el inicio del himno y como siempre, a pesar de las cientos de veces que lo había escuchado en otras oportunidades, no dejó de experimentar cierta emoción.
Había algo en ese sonido sin palabras que le resultaba inspirador. Como si fuese la banda sonora de los grandes
momentos de su vida.
¿Qué pensaría Rebecca si escuchaba esa idea? Se partiría el culo de risa, sin dudas. Había tan pocas cosas sagradas para Rebecca. Se reiría, la desbordaría a besos y le diría algo así como «iMira qué eres rara, Sar!».
La crudeza del dolor que experimentó Sarocha se reflejó en su estómago. Tanto tiempo esforzándose por olvidar ese apelativo tonto y ahí estaba, abriéndose paso el día menos oportuno. Todos sus sentidos se pusieron en alerta.
Tenía un problema, estaba sola, como siempre, y como siempre tendría que darle solución. No podía permitirse tener esa amenaza a pocos pasos de ella la mayoría de los días. Rebecca era una roja de vacaciones en política, pronto se cansaría y volvería a su vida de burbuja eterna.
Sarocha tenía que acelerar el proceso de cansancio, en eso era experta, pero llevaba su tiempo. No es que pudiera de pronto apuntar todos los cañones a una figura desconocida.
Eso podría resultar ser un bumerán con consecuencias
difíciles de controlar.
Y Sarocha no quería más falta de control en su vida. Ya tenía bastante con Rebecca apareciendo de la nada. Más de una década después, Sarocha tomó una decisión que nunca pensó tener que tomar: volvería a hablar con Rebecca, la mujer que representaba todo contra lo que ella luchaba, la única mujer por la que estuvo a punto de dejar de ser ella.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora