Capítulo 26

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Rebecca abrió los ojos y los cerró nuevamente, molesta por las luces del hospital. Parecían diseñadas para incitarte a marchar. ¿Qué más quisiera Rebecca?
No sabía cuántos días llevaba allí, pero sí sabía que eran muchos, que las luces siempre resultaban molestas, los silencios engañosos y que había visto a su madre y a su padre a través de un cristal. También sabía que había soñado con Sarocha. No sabía bien qué; recordar resultaba costoso, agotaba.
Abrió con cuidado los ojos otra vez. Tenía tubos entrando y saliendo por todas partes. Rebecca prefería no mirar porque le producía cierta aversión. Además, cualquier cosa la agotaba. Nunca había estado más cansada en su vida.
En la periferia, vio una figura acercarse. Siempre parecía que la acechaban; al más mínimo movimiento de los ojos, ya tenía a alguien al lado. La mayoría de las veces era una enfermera o un médico, y solo con verlos, Rebecca ya quería volver a dormir.
Extrañaba a alguien, pero no se permitía pensar en ella. No ahora.
-Hija —escuchó a su padre hablar en susurros.
Una ola de amor y nostalgia la recorrió. No se permitió llorar; ya habían llorado mucho sus padres por ella, estaba segura.
Papá —respondió una voz ajena y débil que se suponía era
la suya.
¿Cómo estás, mi vida?
Cansada, pero bien, papá.
Creía que había dado la misma respuesta durante una eternidad, pero tampoco estaba segura. Aunque sí era verdad que ese día se sentía más despierta.
—Me siento mejor, papá.
No le dijo que hablar le parecía ahora más difícil que escalar.
—No hables, hija, ya hablo yo por los dos —dijo su padre, siempre tan conectado a ella—. Estamos muy felices hoy, Beck. La doctora nos dijo que el mayor peligro ya había pasado, que pronto te cambiarán de sala. Parece que la cirugía para reparar el daño funcionó muy bien. Pedro me coló aquí un momento para darte la buena noticia.
Rebecca sabía lo que significaba eso para sus padres, la angustia que habían sufrido, el miedo al que se habían enfrentado. Sus padres habían tenido que pasar por eso porque un día a un desquiciado se le ocurrió dispararle. Qué
absurdo todo.
—Como siempre, todos te mandan los mejores deseos. Son tantos los que quieren venir a verte, pero les hemos dicho que no, todavía. Cuando te cambien de sala, cuando estés más fuerte. Jojó, por supuesto, está ofendidísimo contigo.
Dice que nunca te perdonará el susto. Que le han salido infinidad de canas por tu culpa.
Rebecca quiso reir y en su lugar tosió. Era frustrante sentir la debilidad constante, los límites ahora tan evidentes de su
cuerpo mortal.
Jojo es un exagerado.
No me cuentas nada nuevo, hija. Su azul es estridente.
Era maravilloso ver a su padre sonreír de verdad, después de días de fingir la sonrisa detrás de un cristal. A su madre le costaba más. Para alguien ajeno, quizás fuese una sorpresa que Richard se convirtiera en el pilar que sostenía todo en medio de una crisis. No para Rebecca. Su propio padre ya le había dicho una vez que había más fuerza en la generosidad, más valentía en mantener la voz baja y la sonrisa en el rostro.
—Tu madre está bien, también muy contenta con la noticia.
Anoche fue a descansar después de mucho insistir. Se quedó en casa de Sarocha. Nuestro edificio está rodeado de periodistas. Ya te imaginarás que lograr que fuese a lo de Sarocha fue otra batalla - comentó risueño Richard.
Al inicio, Rebecca creyó que no había escuchado bien.
¿Sarocha?
Sí, ella también está agotada, pero insiste en seguir aquí, solo ha ido a descansar cada dos días. Hoy, después de escuchar a la doctora, se fue. Dijo que tenía algunas cosas que hacer antes de volver a verte.
¿Sarocha ha estado aquí estos días?
Sí, creí que lo sabías porque estuvo dos veces en la sala de visitas.
¿No la viste?
No, supuse que era un sueño —respondió con dificultad.
No, no lo soñaste. Todo el tiempo ha estado con nosotros.
Tu madre nunca lo admitirá, pero nos ayudó mucho.
Rebecca cerró los ojos, incapaz de procesar el significado de lo que estaba contando su padre. Ahora no podía dedicar energía a pensar en Sarocha.
La poca energía que le quedaba tenía que emplearla en seguir respirando. Si se permitía pensar en Sarocha, no había vuelta atrás.
¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Van a ser dos semanas, hija.
Dos semanas, por Dios, dos semanas. En la mente de Rebecca los días se habían desdibujado y el tiempo se medía por actividades: aseo, visitas de la doctora, supervisión de las enfermeras.
¡Dos semanas! ¿Qué había pasado con Clara, con el partido, con Sarocha?
No, Sarocha no, no podía permitirse pensar en Sarocha.
Cerró los ojos.
Todo era más fácil cuando cerraba los ojos.
—Te dejo descansar, Beck -susurró su padre y le dio un beso
delicado en la frente.
Un beso bálsamo, capaz de hacerla sentir protegida en medio de su momento más vulnerable.
Pero era tan difícil abrir los párpados, era difícil resistirse al sueño.
—Te quiero, papá.
Cuando Rebecca volvió a abrir los ojos, la enfermera la estaba llamando con una actitud delicada, opuesta a la del resto de las enfermeras del mundo. Una enfermera que no supiera quién era ella, la llamaría sin tonterías.
Rebecca la perdonó porque era mejor despertar así y porque la enfermera tenía unos ojos verdes risueños que crecían cuando la miraban. Ella podía perdonar muchas cosas a unos
ojos así.
Y, comprobado!, estaba mejor. El cansancio seguía, pero el ánimo iba mejorando.
—Rebecca, te cambiamos de sala. Tus padres te esperan en la habitación.
Y Rebecca se alegró, claro que se alegró, pero también sintió temor. La UCI era una burbuja en la que los problemas del exterior estaban fuera. Se podía permitir no pensar en nada, dejarse llevar por las sensaciones del cuerpo. En la habitación, el mundo exterior llegaría a ella y no tendría más alternativa que enfrentarlo.
La avanzadilla del mundo exterior resultó ser la policía.
Apenas le dio tiempo a recibir los besos de Nung y Richard, y hacer como que se reía de las lágrimas de su madre, cuando le dijeron que la policía quería hablar con ella.
Según entendió, sus padres habían hecho todo lo posible por posponer ese momento, pero era inevitable. Tenía que contar lo que vivió.
-Buenas tardes, señorita Armstrong. Somos de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, la UDEV. Ella es la subinspectora Lau Fernández —señaló, alargando el brazo, un hombre de barba con parches de canas y ojeras pronunciadas—. Yo soy el inspector Mascarell. Lamentamos mucho esta situación. ¿Cree que puede respondernos ahora
unas preguntas?
Los dos uniformes azules en medio de las paredes blancas del hospital daban el mensaje exacto: había ocurrido un hecho terrible. Mientras seguía en la UCI, Rebecca apenas pensaba en algo más que seguir respirando, pero ya mejor, no podía huir de la enormidad de lo que sucedió.
—Sí, sin problemas, pero la verdad es que no sé si seré útil.
Todo pasó muy rápido.
No recordaba el rostro de ese chico con gorra, no estaba segura de haberlo visto.
¿Ya sabe que el sospechoso está en prisión? Lo atrapamos poco después de los hechos —preguntó con voz amable la mujer que habían presentado como la subinspectora Lau.
Sí, sí, lo sé. ¿Quién es? -se atrevió a preguntar Rebecca.
Sabía que lo habían atrapado, se lo había dicho Pedro. Y aunque en aquel momento Rebecca apenas pudo comprender lo que le dijo, después el hecho se convertiría en una fuente de alivio.
Vio al inspector abrir una pequeña agenda que tenía en la mano y sacar una foto. Se la alcanzó y, a su pesar, las manos de Rebecca temblaron al sostener el papel.
—¿Lo reconoce? -preguntó el inspector.
En la foto, un chico que quizás no llegara a los 30 años. Pelo castaño, nariz afilada, huesos pronunciados, cejas pobladas y juntas. No había nada extraordinario en él. Nada que anunciara que era capaz de cosas terribles. La incredulidad de Rebecca tomó otra dimensión. ¿Cómo alguien a quien no conoce de nada intentó matarla?
No, nunca lo he visto —respondió Rebecca, devolviendo la foto.
Es Iván Recio. Ya ha sido arrestado antes por altercados en espacios públicos, pero nada de esta dimensión, por supuesto. Iván forma parte de un grupo en Internet que se hace llamar Guerreros anti NOM.
¿Le es familiar?
Ni idea —respondió Rebecca, desconcertada.
—Las últimas semanas, las conversaciones más activas giraban en torno a usted. Creen que quiere instaurar un gobierno LGTB, hacer terapias de conversión sexual para heterosexuales y mandar a campos de aislamiento a quienes no se subordinan. ¿Ha recibido algún mensaje con ideas de este tipo de fondo? Por carta o por cualquier otro medio.
A pesar del absurdo, a Rebecca no se le escapó la ironía. El gran miedo de los grupos dominantes siempre era que los dominados practicasen el ojo por ojo, el diente por diente. Es lo que tenía recrear antes tus propias pesadillas.
—Por redes siempre ofenden; se ha normalizado. Los conspiranoicos están por todas partes, pero no sabría decir si los que me envían mensajes pertenecen a ese grupo. Yo los bloqueo.
¿Nos dejaría revisar esos mensajes? Todo bajo confidencialidad, por supuesto.
¿Ahora? No sé ni dónde está mi móvil -preguntó Rebecca, ya agotada.
No tiene que ser ahora, pero mientras más pronto, mejor.
Aquí tiene mi tarjeta. Esperaré la llamada —respondió la subinspectora mientras le alcanzaba una sencilla tarjeta de presentación blanca.
—Ya la dejamos para que descanse. Su madre fue muy persuasiva al indicarnos el tiempo que podíamos estar —dijo el inspector, disimulando una sonrisa.
Sí, Rebecca sabía muy bien cuán persuasiva podía ser Nung.
La invadió una sensación de agradecimiento inmenso. Por sus padres, por la testarudez de la vida, por amar con la intensidad que amaba.
La policía se marchó y Rebecca pudo escuchar cómo se despedían en la puerta de sus padres y el guardia apostado en la entrada. A los pocos segundos, Nung y Richard volvieron a la habitación.
Los días desde el atentado fueron un calvario para ellos.
Rebecca lo veía en sus caras ajadas, las bolsas bajo los ojos, el miedo aún presente en la mirada.
—Parece que tenía planificado dar problemas de sopetón - intentó bromear, aunque el cansancio, otra vez, parecía estar
ganando la batalla.
Sus padres siempre decían que Rebecca nunca había dado problemas. Nunca fue una adolescente rebelde ni una adulta en extremo decepcionante. Hasta que se metió en política y coronó estando entre la vida y la muerte en un hospital.
Escuchó el sonido ahogado de su madre, un intento por disimular un sollozo.
Perdona, mamá —dijo—. Siento mucho que hayan tenido que pasar por esto.
Rebecca, por dios, ¿cómo vas a pedir tú perdón? -Nung habló con dificultad, ahogada en sus propias lágrimas-.
Estuviste a punto de morir, Rebecca. De morir. Y todo por un loco influenciado por sectarios.
—Amor, está viva —la voz dulce de Richard interrumpió-.
Hoy la vida es más vida, Nung. Hoy debemos festejar la maravilla de estar juntos otra vez.
Vio a su padre abrazar a Nung con delicadeza. La figura recia de su madre pareció encogerse, buscando consuelo en aquellos brazos que durante casi cuatro décadas habían sido
su hogar.
—Urrgg, aquí no, busquen una habitación propia —dijo
Rebecca cuando los vio besarse.
Nung se separó, al fin sonriendo.
Hija querida, voy a hacer una regresión materna y ordenarte comer y dormir —hizo una pausa y continuó, cariñosa—. Se nota que estás agotada, Beck.
Un poco —reconoció.
Cuando despertó por tercera vez ese día, Rebecca creyó que seguía dormida, pero en un bonito sueño donde la mujer más guapa del mundo le pasaba la mano por el pelo. El cerebro, embotado, parecía incapaz de entender qué sucedía.
¿Sarocha? -preguntó a la figura sentada en el sillón al lado de la cama.
Sí, soy yo. ¿Te desperté? Disculpa, sigue durmiendo - susurró.
¿Qué hora es?
—Casi las seis de la tarde. Tus padres salieron a comer algo,
Pedro fue con ellos.
Rebecca vio a Sarocha agarrarse las manos con fuerza, como temiendo que se le fueran a escapar. Se tomó un momento para mirarla, pero Sarocha rehuyó sus ojos e inclinó la cabeza.
Rebecca quiso estirar una mano y acariciar el pelo negro de Sarocha, desbordada por la fuerza que siempre la llevaba a esa mujer. Se detuvo. Estaba confundida, no sabía qué sentía y tampoco sabía qué debía sentir.
-Perdona —murmuró Sarocha, todavía con la cabeza baja, secándose los ojos con el dorso de la mano.
Por el tono, Rebecca presintió que el perdón solicitado iba más allá de una frase hecha.
—¿Qué sucede? ¿Perdón por qué?
Por poco mueres por mi culpa, Rebecca.
Vaya día, todo el mundo recordándome la muerte. Y no digas esas cosas, Sarocha.
No hagas eso.
¿Que no haga qué?
No le quites importancia a un hecho solo para hacerme
sentir bien
respondió en voz baja y monocorde.
No le quito importancia. La realidad es que tú no tienes culpa de lo que ese hombre hizo. El decidió hacerlo, él lo planificó, él apretó el gatillo.
Dime algo, ¿si en lugar de mí, estuviera aquí otro miembro del partido, dirías lo mismo? Si viene Juan y te pide perdón,
¿le dirías que no tiene la culpa?
Rebecca no contestó de inmediato. Sarocha le estaba pidiendo la verdad, nunca rehuía de ella. Sarocha era la adulta más adulta que Rebecca conocía.
—Le diría que no tiene culpa de un hecho ajeno, pero sí responsabilidad con sus palabras. Le diría que si existe la más mínima posibilidad de que sus palabras exacerben el odio hacia un grupo o una persona, debe tratar cada palabra como si fuese el arma con la que me dispararon. Si no por ética, al menos por precaución, el odio es un material inestable.
Era más fácil hablar así, en una escena imaginaria. Suponía que para Sarocha también era más fácil seguir con la cabeza baja, sin encontrar su mirada.
-Tienes razón. Siempre has tenido razón en muchas cosas.
En otras no, otras solo han sido rojeríos absurdos -intentó bromear Sarocha, pero la risa, forzada, se convirtió en un sollozo—. Hoy pedí la baja de Frente por la Patria, ya no formo parte del partido.
Lo siento mucho, Sarocha. Sé lo que significaba para ti.
Ya no. Ya solo significaba todo lo que hice mal. Todo lo que por poco te lleva a la muerte —dijo Sarocha, mirándola al fin
. Tuve tanto miedo, Rebecca, tanto miedo de no volver a verte.
Los ojos grises de Sarocha estaban enrojecidos. En el rostro pálido, las ojeras pronunciadas reflejaban el cansancio de días sin dormir. La angustia era escandalosa y aún así, a Rebecca le seguía pareciendo la mujer más bella del mundo.
Alzó un brazo, invitándola a acercarse. Sarocha le tomó las manos y las juntó entre las suyas. Se inclinó y les dio un primer beso, largo, casi un rezo, después vino la cascada de besos desesperados y febriles. Rebecca logró liberar una mano, con esfuerzo se alzó y atrajo el rostro de Sarocha hacia sí. Vio la esperanza asomarse a los ojos de la mujer a la que unas semanas atrás creyó poder renunciar. Qué ilusa fue.
Acercó los labios a los suyos, sabían a sal. Atrapó la carne rosada y la recorrió con delicadeza. Sintió a Sarocha a la expectativa, dejándola hacer, pero la debilidad del cuerpo de Rebecca ganó. Se tiró en la cama, agotada.
—Sarocha, hasta que me recupere soy una pillow princess.
Bésame - ordenó.
Por primera vez desde que la vio en esa habitación, Sarocha pareció despojarse de la desesperación y una expresión cercana a la alegría se asomó a su boca, tímida. Sarocha, tímida. Lo inconcebible.
Se levantó del sillón y se inclinó sobre la cama. Cubrió el rostro de Rebecca con las manos y se acercó a recoger los besos que la esperaban.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora