Capítulo 16

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El sonido del coche al partir dejó a Rebecca con la certeza de saber más de lo que debería. No había que ser muy lista para conectar la llamada de Charlotte Andrés con la visita casi inmediata que nunca llegó a traspasar el portón de entrada.
Cuando sonó el teléfono, lo miró por reflejo. Sarocha lo había dejado a su lado en el sofá, pero Rebecca deseó no haberlo visto. Al menos se hubiese ahorrado la ridícula tristeza que la
invadió después.
Era absurdo; a Sarocha la perdió doce años antes. Ahora solo se enfrentaba a la realidad de que otras habían disfrutado del cuerpo que antes le había regalado tanto placer a ella. Porque Rebecca supo, por instinto supo, que esa no fue solo la visita de una compañera de trabajo.
Y por supuesto, ella no creía que Sarocha cerrara la puerta a otras relaciones a lo largo de todos esos años, pero era algo que prefería no saber. Para ella, la Sarocha que amó solo existía en el espacio de las experiencias compartidas.
Y si no recordaba mal, Charlotte Andrés estaba casada, tenía hijos, era la lesbiana de Frente por la Patria, uno de esos tótems minoritarios que la derecha se agenciaba buscando legitimidad. ¿Estaba sacando conclusiones muy deprisa?
—¿Comemos? -escuchó a Sarocha preguntar sin hacer la más mínima referencia a lo que acababa de pasar.
—Sí, aunque se ha enfriado un poco.
No era el día de buscar explicaciones innecesarias. Con quien estuviese o dejara de estar Sarocha no era asunto suyo. No lo era, aunque su yo más primario se negara a aceptar una verdad tan despojada de matices.
—Da igual, con el hambre que tengo todo me sabrá bien.
¿Qué trajiste?
—Un poco de todo. Ramen para ti, donburi para mí, gyozas con y sin carne, tempura de verdura y algo de sushi —mostró Rebecca la mesa que había compuesto mientras Sarocha estuvo fuera.
Le alcanzó los palillos y comenzaron a comer en silencio.
—¿Cómo estás? De verdad —se atrevió a preguntar.
Se giró hacia Sarocha en el sofá y la miró seguir comiendo, en apariencia ajena a su voz.
—Bien ahora. Estupefacta en general - escuchó cuando ya casi se había resignado a no recibir una respuesta.
Estupefacta. Rebecca se preguntó cómo alguien podía sentirse estupefacta ante la muerte de una madre. ¿Qué significaba sentirse estupefacta en ese contexto? Perder a Nung sería atroz, impensable, devastador, ¿pero qué sabía ella de la madre o cualquier familiar de Sarocha? Casi nada, algún retazo suelto de información, poco más. Sarocha nunca habló de ellos, siempre que Rebecca sacaba el tema, la otra se encargaba de desviar la atención.
—¿Qué quieres decir con estupefacta? -intentó buscar una explicación.
Una vez más, Sarocha no respondió de inmediato, siguió comiendo con los palillos, pero Rebecca sabía que debía esperar.
—No todos tuvimos una Nung en nuestra vida, Rebecca.
Algunas nos alegramos de ver morir a un padre. Y nos asombramos de estar devastadas por la muerte de una madre.
Rebecca quiso abrazarla, decirle que lo sentía inmensamente y besar su rostro hasta que los labios no le respondieran más.
Pero era Sarocha y era la historia entre ellas, así que se limitó a estar en silencio.
—¿No te sorprende lo que dije? -Sarocha preguntó.
Había parado de comer y estaba recostada en el respaldo del
sofá.
Habló sin mirar a Rebecca, como si le resultara más cómodo así.
—Supongo que me da mucha tristeza. Por ti, porque hayas vivido lo que sea que hayas vivido. Y por nosotras, por no haber sido suficiente para que confiaras en mí -ofreció su
única verdad.
Sarocha se giró y observó a Rebecca con una intensidad excesiva, casi febril.
—No digas eso. Tú nunca fuiste menos, tú siempre fuiste más.
Nunca se trató de que no fueras suficiente. Si de algo me arrepiento en esta vida es de haberte hecho creer lo contrario.
—¿Qué quieres decir? Sarocha.
—No importa, ya no importa —negó con un movimiento de cabeza
-Supongo que tampoco importa esa visita de Charlotte
Andrés, ¿una compañera de trabajo dando el pésame? -no pudo evitar preguntar.
Observó el cambio en el rostro de Sarocha, el paso de una vulnerabilidad atormentada a la dureza propia de la diputada que cada día recibía y repartía dagas como otros chuches.
—¿Cómo sabes quién era?
—Lo supuse, te llamó antes. Dejaste el teléfono en el
sofá,
¿recuerdas?
—Charlotte no es asunto tuyo, Rebecca.
—No, eso seguro —respondió rápida, con un sonido desdeñoso del que de inmediato se arrepintió.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, no es mi tipo, solo eso.
Rebecca sabía que estaba siendo infantil e inoportuna, pero no sabía cómo detener el impulso que la llevaba a comportarse de así. Había algo adictivo en dejarse llevar por escenas de culebrón.
—No, tu tipo son las chiquillas rubias de 20 años. La profundidad de la conversación debe ser insondable - devolvió Sarocha, destilando sarcasmo en cada sílaba.
—Claaaro, es por la conversación. Charlotte y tú se ponen cachondas discutiendo a Jordan Peterson.
Rebecca no se perdió el intento de Sarocha por contener una sonrisa; la delató el movimiento involuntario de los labios
que presionó de forma forzada.
—¿Quién te dijo que ella y yo nos ponemos cachondas en ningún sentido? Somos compañeras de trabajo.
-No mientas. Nos conocemos demasiado bien.
-Qué coñazo eso de conocerse tanto, es obsceno.
—Un poco sí. Entonces, ¿me das la razón?
—Si tan poco te gusta que te mienta, no deberías obligarme a hacerlo.
—No te preocupes, no me lo tomo a pecho. Sé que me has mentido.
Y trabajas en política, mientes por oficio.
—Eres la persona a la que menos he mentido, solo que te he dicho las peores mentiras. Y nunca te he engañado.
Rebecca presintió que detrás de esa frase se encontraban muchas de las explicaciones que nunca recibió, pero no era el momento de buscarlas. No iba a aprovecharse de la vulnerabilidad actual de Sarocha para acceder a significados que ella por voluntad nunca le brindó. Se puso de pie y comenzó a recoger la mesa.
Ya tienes la cena con los restos, ¿Dónde está la cocina? Te ayudo a organizar.
No, déjalo, ya me ocupo yo. Recuerda, quien hace la cena se libra de los platos —respondió Sarocha haciendo un guiño al pasado—. ¿Te vas?
Sí, tengo que marchar. Tenemos un fuego activo. Lo de las escuchas. ¿Te has enterado?
Sí, me extrañó ver tu nombre.
A mí también, ¿te preocupa que hayan grabado la conversación que tuvimos?
No, la verdad es que ahora mismo me importa un bledo.
Entiendo. Escucha, Sarocha, cualquier cosa que necesites y creas que pueda ayudarte, dímelo. Yo tengo esta tarde una cita con un experto en ciberseguridad para reforzar la seguridad del móvil, así que puedes contactarme por ahí.
Sarocha se puso de pie, alzó los brazos y tomó a Rebecca por
los hombros.
—Gracias —dijo.
Rebecca se sintió desorientada ante la intensidad de los ojos grises de Sarocha. Sin apenas pensarlo, ofreció el único consuelo que le quedaba por dar, el único que tenía sentido
ante la pérdida.
—¿Un abrazo? -preguntó extendiendo las manos.
Sintió de inmediato los brazos que la rodearon, con fuerza.
La inhalación profunda de Sarocha en el hueco de su cuello, la familiaridad de un cuerpo que se quedó grabado en el suyo hacía ya tanto tiempo. Rebecca se permitió sentir, se impidió pensar y se dejó llevar por la irrealidad de un momento que se sentía muy, muy real.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora