Capítulo 20

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Le escocían los ojos, su cuerpo parecía fundido en plomo y, a su alrededor, el mundo pasaba como un mero sonido de fondo. «El maravilloso regalo de no dormir», pensó Rebecca.
Y tenía una sesión en el congreso. Lo que le faltaba. Uno de esos días, muchos a juzgar por las caras de sus señorías, en los que el deseo más secreto era poner una almohada sobre
la mesa.
Hacía una semana que no lograba dormir más de tres horas seguidas. No hacía falta invocar a Freud para saber qué había sucedido una semana atrás: se había quebrado. Su voluntad se fracturó y se rindió a hacer lo que nunca había dejado de desear.
Fue una derrota y también fue dejar de mentir, porque
Rebecca añoraba a Sarocha tanto que se sentía como una enfermedad. Si acudiera a una psicóloga, ¿qué le diría?
¿Sería patológica su atracción inamovible por Sarocha?
Quizás sí, o quizás solo fuese un amor complejo, como tantos.
Porque Rebecca amaba a Sarocha. Llevaba más de doce años amándola y, aunque en ocasiones ese amor estuviera dormido, al acecho, ahora había vuelto a despertar.
Un despertar con grito y golpe en el pecho, un despertar que hacía el mundo retumbar.
Pero su amor por Sarocha estaba cargado de tantos conflictos que más que amor, parecía una prueba vital.
Porque había aspectos de la otra que Rebecca rechazaba.
¿Se podía amar solo una parte de alguien? El problema era que ella no sentía que amaba una parte de Sarocha, ella sentía que amaba a Sarocha en su totalidad, solo que esa
Sarocha no era la que veían los demás.
La de Frente por la Patria, la del estrado, la de las triquiñuelas políticas, era un personaje que Rebecca conocía en su vida pública, pero se desdibujaba en la intimidad.
Porque la Sarocha que ella amaba siempre fue una mujer de ideas opuestas que las defendía con la misma honestidad con la que Rebecca defendía las suyas. Una mujer que podía ser cruel si el momento lo necesitaba y que, en la misma medida, podía ser generosa.
Sobre todo, Sarocha hizo sentir a Rebecca que era amada con fiereza, casi con devoción. Claro, después dijo que era todo una gran mentira y dejó a Rebecca vacía y maltrecha.
Y ese era otro ejemplo del conflicto que era amar a Sarocha.
No era un amor de líneas rectas y blancos impolutos. Era un amor cargado de "peros", de "no obstantes", de "sin embargo". No había forma neutra de amar a Sarocha. A Sarocha también se le amaba en negativo.
El día que se presentó en su piso, sintió que esa mujer que la había amado con fiereza había vuelto. Y ella no pudo contener más el deseo. Después, sin sorpresa, apareció el conflicto. Porque lo dicho: amar a Sarocha no era un acto neutro.
Y ayer, si la conversación con su madre logró algo, fue hacerle ver que la decisión ya estaba tomada. Había logrado esquivar el tema durante semanas, pero el instinto de Nung había estado sobre la pista desde hacía mucho tiempo.
Debería esforzarse en ser menos transparente, estaba rodeada de gente que la conocía demasiado y era un fastidio.
Su madre tampoco se anduvo con rodeos.
«Sé que algo te pasa y me temo que está relacionado con esa mujer.
Ni intentes negarlo, Rebecca»
Y Rebecca no lo intentó. Se quedó callada durante tanto tiempo que resultó embarazoso. Nung, que a veces imitaba las técnicas de su padre, esperó con paciencia. Y en medio del extenso silencio, Rebecca respondió a las dudas que le había regalado el insomnio de los últimos días: no, no podía alejarse de Sarocha, no quería alejarse de Sarocha. Sí, ella sabía que la posibilidad de quedar otra vez en cuidados intensivos emocionales era alta. Y sí, era una locura, lo sabía.
«No niego nada. Sí está relacionado con ella. Es todo lo que voy a contar. Y mamá, sé lo que vas a decir. Por favor.»
La súplica fue patética, pero dio resultado.
«Muy bien, Rebecca. Nosotros estamos aquí para ti, siempre» fue lo único que dijo Nung antes de despedirse de forma abrupta.
Rebecca sabía que había pasado el marrón a su padre. Casi podía ver a Nung en el taller de Richard, caminando a toda velocidad, quejándose, enfurecida, de "esa mujer" de la que Rebecca no parecía poder liberarse.
Ver a Nung furiosa era un espectáculo, una fuerza temible que Rebecca sabía que era una fortuna tener de su parte. Su padre la calmaría, posiblemente terminarían bailando o desnudos en la cama, aunque ella prefería no saberlo, gracias.
Lo que ella necesitaba era un café que le permitiera sobrellevar los monólogos del día, decidió Rebecca. Se desvió hacia la cafetería, un lugar que frecuentaba poco por pura vergüenza: los precios parecían creados para los usuarios de Cáritas. Sí, sus señorías no se privaban de nada gracias a los bolsillos ajenos.
Saludó con la cabeza a varios conocidos, aunque de su grupo no vio a nadie. Evitar la cafetería era una norma no escrita para diferenciarse de los políticos de siempre, aunque ya Rebecca no sabía muy bien en qué categoría caían ellos.
Clara cada día parecía perder más el norte, obsesionada con las encuestas y con mantenerse relevante.
Rebecca se quedó en la barra, dejando varios sitios vacíos entre ella y los siguientes clientes. Pidió un café solo. Tenía que apurarse para tomarlo, no contaba con mucho tiempo.
Solo el aroma que desprendía la taza blanca fue suficiente para despejar un poco la niebla de su mente. Como siempre, tomó con cuidado, casi con reverencia, el primer sorbo.
Sarocha siempre se rió de sus teorías sobre el café. Para Rebecca, ese cuidado inicial no estaba solo relacionado con la temperatura, sino que era un ritual de reconocimiento.
Cada nueva taza de café era diferente a la anterior, diferente a todas las que la precedieron. Nos acercamos al primer sorbo con el mismo cuidado que nos acercamos a todo lo desconocido.
—¿Qué tal fue el reconocimiento?
Registró la voz casi al mismo tiempo que la presencia que se instaló a su lado de la barra. Rebecca se sobresaltó, el café cambió de rumbo y, sin poder evitarlo, empezó a toser.
Atolondrada, devolvió la taza a su platillo, pero un torpe movimiento de la mano terminó desparramando el oscuro líquido por la barra.
De inmediato vio las manos de Sarocha, cargadas de servilletas, limpiar las charcas marrones. Todo sucedió en pocos segundos, pero para Rebecca el tiempo se había multiplicado.
Cuidado, diputada, no vaya a ser que hoy no pueda defender la salvación del kiwi de Okarito.
¿Qué es el kiwi de Okarito? -preguntó Rebecca frunciendo el ceño, todavía sin mirar al rostro de Sarocha por primera vez.
¿Qué hacía esa mujer? Estaba segura de que toda la cafetería estaba pendiente de ellas dos.
—Un pajarraco que pensé que te causaba mucha ecoansiedad porque se extingue. Por cierto, te manchaste la americana, quizás quieras ir al baño a ver si puedes aclarar un poco.
Rebecca miró el brazo izquierdo, donde una constelación de puntos marrones sobre la americana salmón eran testigos de su torpeza. Por el bien de las apariencias, se giró y miró a
Sarocha.
—Gracias. Voy ahora que ya casi está al comenzar la sesión.
Por unos segundos se quedó prendada del brillo pícaro de los ojos de Sarocha. Desconcertada, fue a pedir la cuenta, pero otra vez la voz ahumada de su ex la interrumpió.
—Ve, el café va por mí —y en voz baja, sin apenas mover los labios, añadió-. Eso sí, me debes una invitación.
Rebecca apenas movió la cabeza en un gesto afirmativo. Salió disparada hacia el baño, huyendo de una situación que la desconcertaba y la asustaba.
¿A qué estaba jugando Sarocha?
Entró en el servicio y agradeció encontrarlo vacío. Se tomó un momento frente al espejo para restaurar su equilibrio, maltrecho por un desestabilizador natural de marca Sarocha.
Efectivo, caro y con un envase muy bonito.
Cogió papel para secar las manos y lo humedeció. Comenzó a frotar las manchas marrones con esperanzas nulas de éxito.
Escuchó a alguien abrir la puerta del servicio, miró hacia la entrada y se encontró con la sonrisa predadora de su ex.
Su cuerpo, un cobarde traidor lleno de deseo por Sarocha, se removió. La miró poner un dedo sobre los labios pidiendo
silencio y el simple gesto la enervó.
No hay nadie, ¿qué haces aquí? —preguntó en voz baja y brusca.
A ver si puedo ayudar con la americana -dijo Sarocha acercándose unos pasos más y cerrando la puerta.
¿A qué estás jugando? ¿Cómo se te ocurrió acercarte en el bar?
Rebecca sintió que todo su cuerpo estaba expectante. El corazón en caída libre, el rostro ardiendo como carbón.
—Me fui a pedir un café, igual que hago muchas mañanas - dijo con un alzamiento de hombros—. Si coincido con mi adversaria política, es de buena educación ser cordiales.
Sarocha dio otro paso lento, casi perezoso, que la puso al
alcance de
Rebecca.
—Mejor te quitas la americana, estás preciosa igual- sugirió
y tocó
la camisa blanco puro que la chaqueta cubría.
-Mmm
El cerebro de Rebecca se negó a funcionar y solo parecía capaz de mantener las funciones necesarias para percibir los labios de Sarocha, los dientes de Sarocha, la lengua que se adivinaba con cada sílaba.
Por eso, cuando su ex se acercó y deslizó las manos por el interior de la americana, hacia sus hombros, Rebecca solo pudo experimentar la patada ardiente del deseo que casi la rindió.
Cerró los ojos y se entregó a sentir los brazos de Sarocha que la envolvieron, deslizando la americana por los hombros.
—¿Nos vemos esta noche en mi casa? —susurró en el oído de
Rebecca.
—Mmm —respondió, idiotizada.
Siguió entregada al acto. Primero la ayudó a sacar un brazo, después
el otro y, cuando la chaqueta ya estaba fuera, Sarocha se alejó un paso, plegó con cuidado la tela salmón y se la entregó a Rebecca.
—Te veo esta noche —añadió, segura—. Espera 5 minutos para salir después de mí

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora