Capítulo 5

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Sarocha colocó la manta en el brazo del sillón por tercera ocasión. Miró alrededor y comprobó, una vez más, que hacía mucho que la casa no estaba tan organizada. Echó un vistazo a la esquina y sus labios se curvaron en lo que podía ser una sonrisa o un lamento. Bombom dormía en su cama, la única actividad que parecía ser capaz de hacer desde hacía varios meses.
Sintió que las náuseas y las palpitaciones volvían, giró la cabeza hacia arriba y respiró con fuerza. iMaldita Rebecca!
Gracias a ella tenía fuera de control una ansiedad de la que creyó desprenderse muchos años atrás.
Caminó hacia la cocina, sacó una botella de agua sin estrenar y bebió a pequeños sorbos. Disfrutó de la botella de plástico y fantaseó con la oportunidad de brindarle a Rebecca algo tan poco ecológico.
Se dirigió a la habitación y, no por primera vez, no por segunda, examinó la imagen que le devolvía el espejo. Entre las muchas nuevas afrentas que Rebecca trajo consigo, estaba la pérdida de tiempo. Sarocha tuvo el buen juicio de no contar los minutos apilados en horas que dedicó a pensar en qué vestiría una tarde de sábado para recibir a un fantasma al que quería pedir, sin tener que pedir, que se portara bien.
Decidió parecer accesible, una mujer al interior de su hogar y no la diputada contraria a la que hay que batallar. Una camisa azul holgada y un vaquero dieron el aire perfecto.
Para apuntillar la imagen, nada de maquillaje y los pies descalzos.
Estaba a punto de volver al salón cuando escuchó el timbre y no pudo evitar el encabritamiento del corazón. Caminó hacia la entrada sintiendo que con cada paso podía desfallecer. Se tomó unos segundos delante del telefonillo para comprobar que, en efecto, ahí estaba Rebecca junto a un Tesla, el nuevo timo diseñado con esmero para los progres de bolsillos profundos. Abrió el portón de entrada y fue a la puerta a esperar.
Vio a Rebecca aparcar y acercarse con lo que ella sabía era un cabreo monumental. Debiera estar prohibido conocer a alguien tan bien después de tantos años, le parecía una forma de ultraje, una violación a la intimidad.
¿Rebecca también podía leerla con tanta claridad? Lo dudaba, ella llevaba años de práctica en el arte del enmascaramiento.
Sarocha no pudo evitar la insurrección de sus ojos. Los traidores se empeñaron en recorrer la mandíbula marcada, los ojos marrones y brillantes de ira, la nariz afilada, la boca exagerada que tantas debilidades provocó. Resultaba insultante lo guapa que estaba Rebecca, como si la vida y sus ocurrencias fuesen cosa de otros. Y a pesar de que solo las separaba un año de vida, Sarocha sintió que perdía en la comparación.
Rebecca era frescura, desfachatez, espontaneidad. Una mujer capaz de levantarse de la cama y enfrentarse al mundo sin máscaras. Sarocha se levantaba y necesitaba al menos una hora para tener listo su rostro de posar.
—¿Y bien?
Más que escuchar, vio los labios de Rebecca pronunciar las palabras que registró con un segundo de retraso. Se hizo a un lado y con un gesto, la invitó a entrar. Sarocha notó cómo se empeñó en mantener la distancia entre ellas, como si un simple roce al azar fuese a contaminar su precioso cuerpo progre.
—No muerdo, Rebecca. Calma, estamos aquí para hablar, será bueno para ambas.
Sarocha sabía que la condescendencia no era la mejor estrategia, que solo aumentaría la furia de Rebecca, pero no podía evitar el placer que le producía ver sus ojos chispeantes, el ceño fruncido, la mandíbula tensa. Le recordaba a la Rebecca más desatada, capaz de dejarla adolorida y satisfecha durante días.
Sarocha sacudió esos pensamientos, esa era otra chica, esta era una adversaria política caprichosa e infantil a la que había que controlar.
—¿Dónde está Bombom? -escuchó a Rebecca preguntar.
Como si supiese que se hablaba de él, Sarocha vio a Bombom acercarse. Meneó la cabeza y movió la cola con el ritmo pausado que le imponían sus años. Hacía mucho tiempo que no veía a Bombom tan animado.
Sarocha no pudo evitar una leve emoción ante el cambio radical del rostro de Rebecca. Ahora no le alcanzaba la cara para tanta sonrisa.
La vio ponerse de rodillas y alargar las manos hacia un Bombom que no perdió tiempo en oler porque todavía recordaba a quién tenía delante. Su anciano perro dio pequeños lametazos a unas manos que mucho tiempo atrás lo malcriaban hasta el hartazgo.
—Chico guapo, chico guapo. Mira lo que te traje -dijo
Rebecca mientras intentaba abrir el bolso que dejó tirado en el suelo.
Detuvo el gesto y pidió permiso con la mirada.
¿Chuches? -preguntó Sarocha.
Sí, ecológicos y veganos —respondió Rebecca con una sonrisa pícara, en otra época preludio de tantos placeres.
Pues solo unas pocas, no vaya a ser que le sienten mal.
Lleva 12 años propulsado por toxinas que destruyen planetas, todo parece indicar.
Rebecca le regaló una nueva sonrisa de dientes amplios, un desperdicio en una vegana. Se permitió disfrutar de esta pequeña tregua, quizás lo más cercano a la normalidad que iban a tener durante el encuentro.
—¿Por qué te llevaste a Bombom?. Ahí estaba el pinchazo a la burbuja.
Sarocha suspiró, mortificada. Dio media vuelta y se sentó en el sofá.
Porque quise, sin más.
Tú haces pocas cosas porque quieres, Sarocha. Nunca lo has hecho.
Siempre hay un plan.
Y hoy el plan no es hablar de Bombom. Hoy tenemos que hablar de temas más urgentes.
¿Y si yo tengo otro plan?
Sabes por qué estamos corriendo el riesgo de encontrarnos, Rebecca.
No sé tú, pero yo vengo a ver a un pobre perro que te ha soportado durante más de una década. No es poca cosa.
Mejor un perro que una niñata engreída.
La risa triunfal de Rebecca fue como una hoguera para la sangre de Sarocha. Se dejó llevar por las frases sin sustancia de una mujer que tomaba la vida como un patio de colegio y eso en su libro se apuntaba como derrota.
Hora de tomar las riendas de la conversación.
-Gracias por recordarme mis buenas decisiones de hace 12 años.
Sarocha supo que había dado en la diana cuando Rebecca se esforzó en mantener una sonrisa que ahora iba cargada de decepción. ¿Había ido muy lejos? Quizás, pero era el objetivo, ¿cierto?
¿Qué quieres, Sarocha? Terminemos de una vez, me corre prisa.
Quiero que nos pongamos de acuerdo sobre qué vamos a decir a la prensa cuando se enteren de que nos conocemos.
Yo no tengo ningún problema con que se enteren. Es la ventaja de vivir abiertamente.
No me vengas con lecciones. Yo sé que no podemos ocultar que nos conocemos, sería demasiado sospechoso si lo descubren. Lo que quiero es que espontáneamente no saques el tema. Y si surge, que aceptes que sí coincidimos en ocasiones gracias a amigos comunes. Nada más.
¿Y sobre el trasvase de fluidos qué digo? ¿Caí boca en coño por accidente? ¿Nos comimos los morros víctimas de una hipnosis dual?
¿Puedes tomar algo en serio para variar? Sabes perfectamente que esa parte de nuestro... intercambio no puede conocerse.
¿Intercambio? ¿En serio? ¿Intercambio?
Sarocha se esforzó por no mover ni un solo músculo mientras escuchó a Rebecca reír. Esta vez no iba a dejarse llevar por los trucos de una novata a la que el juego le iba muy grande, solo que aún no lo sabía.
Vale, vale —dijo Rebecca al fin— diré lo que tú quieras.
¿Así, sin más? -preguntó con escepticismo.
Sí, sin más.
¿No vas a querer nada a cambio?
¿Tú estás dispuesta a darme algo a cambio?
No
Pues ya está.
¿Sabes qué? Muchas gracias por estar tan dispuesta, pero
¿sabes otra cosa? No confío ni un pelo en la palabra de un político, sé de lo que hablo.
Déjalo —la detuvo Rebecca.
¿Que deje qué?
—Lo que sea que vayas a decir a continuación, no lo digas.
No soy un político, soy yo diciendo que no diré nada. Sabes que no diré nada.
No voy a dejar cabos sueltos por tu cobardía, Rebecca.
No es cobardía, es vergüenza ajena al ver cómo bajas al barro.
Algunas tenemos que ensuciarnos las manos por lo que queremos, no todo nos vino dado. Escúchame bien, Rebecca.
Sarocha hizo una pausa solo por efecto.
Llevo una semana pensando en cómo asegurarme de que no abras la boca. Tengo fotos tuyas que para cualquier otro político sería el fin de su carrera, pero a ti solo te convertiría en el ídolo progre de esa panda de lobotomizados.
Sé cosas de ti que a cualquier otra persona le daría vergüenza que se divulguen, a ti no podría importarte menos. Pero también están tus padres y eso ya te importa más, ¿verdad?
Cuidado, Sarocha - advirtió Rebecca, tensada como un arco a punto de entrar en acción.
Cuidado tú. ¿Cómo crees que se sentirán tus padres si de pronto fuesen el centro de la atención mediática? ¿Cómo crees que verá el público a los ricos de izquierda? Hasta ahora han tenido suerte, Rebecca, pero eso puede cambiar.
Yo creo que eres un ser triste y despreciable, Sarocha. Una lesbiana en el armario, una aspirante a rica pobre, una obsesa del poder subordinada a otros. Creo que me da una profunda pena ver en lo que te has convertido. Y también creo que pude ahorrarme estas palabras porque me hacen parecer un poco a ti y me avergüenzo.
Sarocha construyó la expresión plácida que tenía tan practicada y sonrió con dulzura.
—¿Algo más? Con que estés de acuerdo en mantener esa boca tan bonita cerrada es suficiente.
Rebecca se levantó, fue hacia Bombom y lo achuchó.
—Ya me voy, guapo. Cuídate mucho.
Sarocha vio cómo le dio un beso a un Bombom agotado por tanta actividad. Se puso en pie y fue hacia la puerta de salida.
Yo no iba a decir nada. No lo iba a decir antes, no lo voy a decir ahora. Y no porque me haces chantaje. Nunca sacaría a nadie del armario a la fuerza, para mí es lo más bajo que se puede hacer a una persona homosexual. No todo vale, Sarocha, sabes que conmigo no todo vale.
Esa delirante superioridad moral de la izquierda qué
gastada está.
Aburren.
—Adiós, no es necesario que me muestres la salida.
Sarocha esperó a escuchar el sonido de la puerta al cerrar, después fue hacia el telefonillo y abrió el portón de salida.
Todavía vestía la sonrisa pública. Se dio cuenta que ya no era necesario, que estaba sola, que llevaba en la más absoluta
soledad más de una década.
Las palabras de Rebecca amenazaron con volver a reproducirse sin su voluntad, pero su mente las rechazó con la poca energía que le quedaba.
«No, no»
Más difícil fue rechazar el recuerdo de otras épocas, lo que fueron, lo que llegó a tener. Difícil fue sacar de su mente la visión del cuerpo de Rebecca, el conocimiento de cómo se sentía a su lado, de lo que era capaz de hacer.
Una terrible necesidad amenazó con ahogarla. Se apoyó contra la pared, levantó la manga de la camisa y, justo debajo del codo, hincó los dientes. Presionó hasta que el nuevo dolor ahogó los verdaderos dolores, presionó hasta que un sabor metálico inundó su boca, siguió presionando aun cuando unas gotas gruesas apenas le permitían ver.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora