Capítulo 12

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Rebecca miró hacia atrás por el largo pasillo con la esperanza de que Triana o Vitalek estuviesen cerca. Ni sombra. Apenas había terminado la entrevista y los dos empezaron a hablar
como si no existiese nadie más.
Bien por ellos, pero ahora mismo Rebecca agradecería su presencia. Así, al menos, evitaría bajar a solas en el ascensor con Sarocha. Pensó en ir por las escaleras, pero a saber cómo lo interpretaría la prensa si se enteraba.
El programa salió mejor de lo esperado, le dejó un buen sabor de boca y no quería que Sarocha borrara eso de un plumazo. Sin más titubeos, Rebecca avanzó los pocos pasos que la separaban de Sarocha, apostada delante del ascensor.
-Te esperaba para compartir el ascensor. Más ecológico -la
recibió su ex.
La frase, que en cualquier otro momento Rebecca interpretaría como una burla, esta vez fue dicha con ligereza, casi de forma amistosa. Había algo diferente hoy en Sarocha, menos beligerante, menos figura pública.
Rebecca sintió una alarma dispararse en alguna parte lejana de su cerebro, pero la acalló. Cada segundo de su vida no era una batalla de congreso, cada interacción con Sarocha no era una competencia por prevalecer. Recordó a su padre, sus palabras, y decidió que por unos minutos podía ignorar quién era Sarocha y lo que fueron ellas.
Gracias. Iba a bajar por las escaleras pero seguro que mañana algún periódico dirá que nos odiamos tanto que no pudimos ni compartir el ascensor.
O que tuvimos una pelea terrible a causa de los derechos de los dragolinos -respondió Sarocha con su voz profunda, ahora con toques juguetones.
¿Dragolinos?
No sé, suena a algo que tú defenderías.
Rebecca se rió con ganas porque, por supuesto, eso sí era algo que Sarocha asumiría.
-iPero si no soy animalista! Quiero decir, no estoy involucrada activamente en el movimiento animalista -
Rebecca hizo una pausa y se fijó en el ascensor-. ¿Y esto
cuándo llega?
-Primero hay que llamarlo -respondió su ex conteniendo a
duras penas una sonrisa.
Rebecca alzó las cejas y giró los ojos en un gesto de fingida desesperación. Estiró el brazo y pulsó el botón solicitando el ascensor. Se abrió al instante.
¿Sabías que estaba ahí? -preguntó con incredulidad.
Dije que te esperaba.
Rebecca volvió al gesto desesperado y tonto. Sarocha siempre disfrutó de sus artimañas teatrales. Con un movimiento de manos la invitó a entrar. El ascensor era amplio, pero se sentía muy pequeño, como si la presencia de
Sarocha llenara todo el lugar.
La alarma en su cabeza volvió a emitir luz, pero Rebecca insistió en acallarla. Se iba a regalar estos momentos de tregua con una mujer que una vez le hizo sentir invencible.
¿Cómo sigue Bombom? -se interesó.
Mayor, cansado, pero bien. Más torpe, también.
Disfrutó de la suavidad del rostro de Sarocha, del cariño evidente al hablar de Bombom.
-¿Más torpe? ¿Es eso posible? El pobre, iba dándose tortazos
por la vida.
-Pues sigue igual, pero con peor vista y sin oir.
En ese momento, el ascensor se detuvo y se abrió. Al salir, ambas
quedaron una frente a la otra, indecisas.
¿Dónde tienes tu coche? -se adelantó Sarocha a preguntar.
A la derecha -señaló Rebecca.
Yo igual, te acompaño.
Rebecca observó cómo Sarocha tomó la delantera. La invadió una sensación de agradecimiento por esos minutos de normalidad. Mañana volverían a ser las diputadas opuestas, las ex con rencores enquistados que quizás nunca podrían sacar. Hoy, por muy poco tiempo, izaron una bandera blanca y se permitieron disfrutar la una de la otra.
-¿Quieres venir a verlo? -escuchó la voz de Sarocha.
La alarma en la mente de Rebecca, hasta ahora solo de luz, comenzó a emitir un sonido desesperado. Instintivamente sabía que estaba en peligro, que debía decir que no, entrar en el coche y salir de allí a la desbandada.
¿Ver qué? -respondió, incapaz de cerrar por completo la puerta que se abría.
A Bombom -dijo Sarocha sin mirar hacia atrás.
Me gustaría. Algún día podemos ponernos de acuerdo para que pueda ir a verlo.
Sarocha se giró y la miró.
Rebecca supo que las barreras se habían vuelto a levantar, pero a través de la dureza de Sarocha se escapaba una vulnerabilidad que hubiese preferido poder ignorar.
-Hoy. Ahora. Si quieres -respondió Sarocha con la fiereza de un animal herido que teme el próximo golpe, pero que necesita con urgencia que le vayan a ayudar.
Rebecca se quedó paralizada durante unos segundos, conteniendo una respuesta de lucha o huida que insistía en aparecer en todo su esplendor. Sabía cuál era la respuesta correcta, la decisión segura, pero sus deseos iban en la dirección opuesta.
-Vale -acordó.
Reconoció en el rostro de Sarocha un gesto de victoria y a pesar de saberse de forma tan precisa a esa mujer, no pudo evitar experimentar cierta decepción. Todo era para ella una oportunidad para ganar, para imponerse.
¿No se agotaba?
-Puedes seguirme en el coche, aunque ya sabes el camino - dijo Sarocha.
-Te sigo -afirmó Rebecca.
A pesar de lo dicho, se quedó inmóvil viendo a Sarocha subir al coche y ponerlo en marcha. La exaltación de unos minutos atrás terminó dando paso a una pesadez resignada. Ya no iba porque era inevitable, iba porque dijo que lo haría. Por hoy, Rebecca no quería más juegos, más cálculos ni luchas.
Quería ir a su casa, tirarse en la cama y descansar. Mañana
volvería al circo y a la pelea sin fin.
Todavía de pie en medio del pasillo del aparcamiento, vio el coche de Sarocha detenerse a pocos metros de ella. La ventanilla bajó y su ex sacó ligeramente la cabeza:
-Tengo marshmallows -le dijo.
Sin darle tiempo a responder, Sarocha volvió a subir la ventanilla y se marchó. Dejó a Rebecca en el mismo sitio, pero ahora con una sonrisa tonta difícil de disimular. No supo si fue víctima de una manipulación perfecta o de un guiño al pasado que llevaba mucho de nostalgia y de tributo.
Desde siempre, y para desesperación de Nung, la perfecta alimentación vegetariana de Rebecca se manchó con su incapacidad para decirle que no a una nube. Tenía marshmallows en casa igual que otros tienen pan. Los comía por puro placer, los comía porque se sentía ansiosa, los comía porque se sentía feliz. Cualquier razón justificaba un marshmallow.
Y Sarocha lo recordó, claro que sí. Ella, que solía reírse de esa peculiar debilidad de Rebecca. Ella, que apenas los probaba porque no «entiendo qué le ves», tenía nubes en casa esperando por Rebecca.
Había preguntas evidentes que hacer, ¿sabía Sarocha que ella iría? Si estaba planificado de antemano, ¿qué perseguía en realidad su ex? Era posible, incluso, que los marshmallows no fuesen para Rebecca, ¿quizás para otra adicta a las nubes incapaz de negarse al llamado de su ex?
Todo dio igual porque Rebecca supo, como se saben las cosas más elementales de la vida, que ella era incapaz de decir que no a una mujer que esperó más de una década para tentarla con marshmallows.

No puedo odiarte Donde viven las historias. Descúbrelo ahora