Capítulo 15

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El intocable silencio del mediodía lo cubría todo. En la sierra era más silencio, colándose en cada rendija como un vecino más. Sarocha lo sentía como una presencia; lo miraba, casi podía tocarlo. Se preguntó una vez más si era normal estar filosofando sobre el silencio después de la muerte de una madre, si era normal esa sensación de extrañamiento, el alejamiento de una situación que debía sentir de forma
mucho más cercana.
Encontró a su madre muerta. Encontró a su madre muerta.
Encontró a su madre muerta.
«Para, para», se auto-ordenó.
«Infarto», dijeron los médicos. Nada se podía hacer. Y la dejaron ahí, con la ausencia de otro ser en su vida.
Su madre, un ente neutro que siempre intentaba no destacar, fue la única figura constante en la vida de Sarocha. No era un ancla, no era un norte, nunca fue referente de nada. Su madre era un recordatorio y un chute de realidad.
Escuchó el teléfono sonar a sus pies en el sofa, como tantas veces a lo largo de esos días. Bombom, echado a su lado, alzó la cabeza un segundo y se volvió a estirar. La prensa la había dejado en paz, pero los de su propio partido no podían dispensar el mismo favor. Y Sarocha siempre respondía, siempre escuchaba sus pésames recitados por trámite, porque era lo que tenían que hacer, al igual que a ella se le imponía la obligatoriedad de la escucha y el agradecimiento.
Y la pesada de Charlotte, insistiendo en querer ayudar.
¿Ayudar en qué?
¿Cómo se puede ayudar a quien ha perdido a alguien? Esa molesta necesidad humana de hacer, ese impulso tantas veces inoportuno de no dejar pasar.
Al tercer timbre, se alzó y tomó el teléfono. Rebecca. El corazón batió con ganas, despertando. Rebecca.
—¿Sí? —respondió.
—Supe ahora lo de tu madre, ¿qué necesitas? - escuchó.
Otra queriendo ayudar, pero era Rebecca. Nunca salía nada por trámite de la boca de Rebecca. Porque, a pesar de todo, hasta hace tres días solo había dos personas en el mundo que se preocupaban genuinamente por ella. Ahora solo quedaba una. El pensamiento se abrió paso entre los mecanismos de defensa y la dejó tirada de golpe en medio de la realidad, desprotegida.
—Ven —dijo.
—Ya voy, llego en una hora —respondió Rebecca y colgó.
Las lágrimas postergadas llegaron y Sarocha las dejó correr en silencio. Se permitió sentir de lleno el vacío que dejó tras sí la muerte de su madre. Hasta hace tres días, Sarocha la tenía, tenía una madre que se preocupaba por ella a su manera torpe y desapasionada.
Ahora solo tenía la sensación de pérdida, la conciencia del desamparo, el frío abrigo del desarraigo. Su madre no era el refugio contra la tormenta, pero sí era el sitio en el que ir a lamer las heridas después de perder la batalla, sin que nadie juzgara.
Esa era una de las virtudes de su madre: nunca juzgaba.
Sarocha le llamaba falta de carácter, ¿era así? Ya no lo sabía, tampoco podía permitirse entrar en el laberinto de los autoreproches; ahí había material para muchas vidas.
Se levantó del sofá y secó con el dorso de las manos los restos de humedad en el rostro. Dobló y colocó con cuidado la manta. Caminó hacia el baño y comprobó que el fino jersey gris de cuello de pico no había sufrido en exceso las horas en el sofá, tampoco el pantalón beige.
Abrió la llave del lavabo y con las manos mojó la cara con agua fría, una y otra vez. Cuando sintió la piel entumecer, se secó con la toalla que colgaba a pocos centímetros de distancia. Tomó el minúsculo bote de crema que había dejado sobre el lavabo y se hidrató el rostro. Pensó en maquillarse, pero iba a recibir a Rebecca, había algo placentero en recibir a Rebecca sin maquillaje.
Volvió a escuchar el sonido del móvil, esta vez anunciando un mensaje. Rebecca estaba en el portón de entrada. No habían pasado ni 45 minutos desde su llamada. Sarocha se apresuró a regresar al salón. Presionó el botón que abría el acceso a la casa y después fue hacia la puerta principal.
Se quedó recostada en el marco, sintiendo de una vez la extenuación de días de constante estrés
Vio a Rebecca salir del coche con una bolsa de papel.
Durante unos segundos, se quedó inmóvil al lado del camino, brindando a Sarocha, con una sola mirada, el único pésame real que había recibido, transmitiendo un "lo siento" que sentía de verdad.
El nudo en la garganta empezó a formarse, pero Sarocha tragó con fuerza; no iba a volver a llorar.
—¿Has comido algo? -preguntó Rebecca.
Sarocha negó con un gesto de la cabeza. Hacía dos días que sobrevivía a base de café, pero no lo hacía a propósito, en realidad, se había olvidado de comer. El recordatorio le hizo notar el vacío en el estómago, estaba famélica.
—¿Chino? -preguntó.
La pregunta dejó entrar el pasado entre ellas. Cuando Sarocha apenas tenía para pagar la renta del microscópico estudio en el que vivió durante los años de universidad, la comida china, mucho más barata que la tradicional, se convirtió en el capricho que se daba de vez en cuando.
También cuando invitaba a cenar a Rebecca, la comida china era la única opción que se podía permitir.
Rebecca decía que le encantaba, pero Sarocha nunca dejó de experimentar el ligero bochorno de no poder ofrecer lo que
les apeteciera.
—No —respondió Rebecca con una sonrisa nostálgica—. Esta vez es japonés.
—¿Ahora es cuando confiesas que en realidad no te gusta la
comida
china?
—Sí me gusta, pero conozco este lugar japonés y tienen muchas opciones vegetarianas.
—Claro, se me olvidaba. Tú eras vegetariana antes de que se pusiera de moda.
No en realidad. Ya sabes que en mi casa siempre fue la única moda.
Cierto. Nung y Richard, siempre tan vanguardistas.
—Mi padre me preguntó por ti.
Sarocha se quedó congelada unos segundos sin saber qué decir. Richard siempre fue una figura igual de imponente que Nung, pero en un sentido muy diferente. Donde Nung era acero, Richard era junco, donde Nung empujaba, Richard acogía. Y al igual que en su hija, la altura moral de Richard la hacía sentir insuficiente. No quería saber qué opinaba
Richard de ella.
—¿Qué le respondiste? -preguntó mientras daba media vuelta y se dirigía hacia el sofá. -Que estabas peor que nunca —respondió Rebecca tras ella.
Sarocha se tomó un momento para intentar definir si la respuesta le molestaba o la divertía. Insegura, decidió explorar. Cualquier cosa era mejor que el vacío atestado de dudas al que la estaba llevando la muerte de su madre.
sofá.
—¿Qué quieres decir con "peor que nunca"?
—Digamos que es bueno o malo según a quién preguntes.
—Te estoy preguntando a ti, Rebecca-respondió, ya de pie
frente al
—Y yo respondo que mejor comamos, te sentirás un poco mejor después. Traje ramen para ti.
Sarocha experimentó el familiar impulso de oponerse, pero lo descartó, agotada ante la simple posibilidad de otra batalla trivial.
—¿Te molesta comer aquí? -preguntó con un gesto que abarcaba el sofá y la mesa redonda en el centro de la habitación.
-Perfecto.
—Voy a por agua, ¿traigo algo más? —volvió a preguntar
Sarocha.
—¿Un mantel? Algo donde poner los tuppers —respondió
Rebecca.
Sarocha asintió y se dirigió hacia la cocina. El timbre del teléfono que había dejado en el salón resonó, pero esta vez decidió ignorarlo. Decidió regalarse este momento de confort, permitir por una vez que alguien la cuidara.
Cuando regresó al salón, vio que Rebecca ya tenía parte del contenido de la bolsa sobre la mesa, era más de lo que había esperado.
—Te llamaron al teléfono —le informó Rebecca.
Sarocha no tuvo tiempo de responder porque en ese instante sonó el timbre del portón de la entrada. El sonido disipó de un plumazo la calma que trajo Rebecca. ¿Quién podía ser?
Dejó sobre la mesa lo que había traído de la cocina, fue hacia el intercomunicador y descolgó. La pantalla le mostró a una Charlotte que parecía estar mirando a alrededor.
Charlotte, pesada Charlotte, incapaz de dejarla en paz.
Sintió cómo la rigidez retornaba a su cuerpo y el cansancio se evaporaba, dando paso a la sensación de alerta constante que era una parte normal de su vida.
—Rebecca, voy a salir un momento, regresaré pronto -dijo alzando la voz para poder alcanzar a su ex a través del breve pasillo que las separaba.
Sin esperar respuesta, salió.
Fue directa al portón de entrada y abrió.
—¿Qué haces aquí, Charlotte? -preguntó con una dureza que ella misma sabía era excesiva.
Charlotte alzó los brazos en un gesto de tregua universal.
—Solo quiero saber cómo estás.
—Como puedes ver, bien, ¿algo más? —respondió intentando rebajar el acero de las palabras.
—¿No sería mejor que entremos? No es prudente quedarnos aquí.
Charlotte tenía razón. Sarocha lo sabía, pero entre las cosas que menos deseaba hacer en su vida en ese momento estaba
dejarla entrar.
—Charlotte, yo no te invité a venir. De hecho, creo que te escribí explícitamente diciendo que no necesitaba nada y que prefería estar sola.
Observó cómo el gesto de Charlotte se endureció y algo parecido al enfado salió a relucir.
—Solo quiero ayudar, Sarocha.
—Por Dios, deja ese complejo de héroe. No necesito que me ayuden.
—Todos necesitamos que nos ayuden, solo que algunos tenemos a quien pedírselo y otros no -soltó Charlotte
cargada de veneno.
—Yo tengo a quién pedir lo que quiera. Y no, no es a quien conozco de tirarme de vez en vez —respondió Sarocha. Y añadió en un tono más conciliatorio—. Ve con tu mujer y tus hijos. Ellos sí te necesitan.
Charlotte bajó la cabeza y jugueteó sin propósito con la llave del coche que colgaban de sus dedos. Levantó la vista y miró a su alrededor. Sarocha detectó el instante preciso en el que Charlotte vio el Tesla de Rebecca en el camino de entrada.
¿Lo reconocería? No lo creía, cada día eran coches más comunes, pero Sarocha se sorprendió al notar que le daba igual si Charlotte lograba saber quién estaba dentro o no.
Solo ansiaba volver a entrar, sentarse y comer junto a Rebecca. Llevaba más de una década sin comer junto a Rebecca, Charlotte no le iba a joder la oportunidad.
-Adiós, nos vemos en la junta —hizo una pausa y añadió -, gracias por venir.
Charlotte asintió, echó un último vistazo al coche aparcado en el camino de entrada y escudriñó el rostro de Sarocha con un gesto más amable. Sintió más peligro en la amabilidad tácita de Charlotte que en el veneno explícito de minutos atrás. Quiso instar en algo la distancia entre ellas, pero
Charlotte se adelantó.
—Está bien, me voy. Cuídate mucho, Sarocha.
La frase sonó a despedida y comprendió que era así. Sin haberlo decidido de forma consciente, el periodo con Charlotte había llegado a su fin. No era otra pérdida, no en realidad. Charlotte nunca estuvo para Sarocha, quizás porque ella nunca la dejó. Eran dos cuerpos con ganas que calmar, nada más.
La observó partir, se giró, cerró el portón y se apresuró a volver junto a Rebecca.

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