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La mañana se encontraba levemente nublada, sin embargo, las avecillas recién nacidas trinaban desesperadas, llorando por su madre que había ido en busca de alimento. Un canto suave y sutil, recordando que en la ciudad aún hay fauna.

Al escuchar estos suaves chillidos y a culpa de la leve luz que se llegaba a colar por los espacios de las persianas, un hombre de ancha espalda soltó un quejido. Estaba acostado en su cama, las sábanas eran blancas, había una abajo de él y otra encima; tenía el torso desnudo, pero llevaba un pantalón afelpado color negro abajo; fruncía el ceño, apretaba sus párpados como si no quisiera que estos se despegasen, pues, si esto llegara a pasar, no podría juntarlos de nuevo y su sueño se vería concluido.

El hombre que dormitaba se giró, quedando boca abajo y con el rostro entre la almohada qué carecía de funda.
Estiró un brazo, como buscando algo en la parte de la cama que estaba vacía, y se sorprendió al no encontrarlo, se levantó levemente, por fin abriendo los ojos y dirigiendo la vista a ese punto de la cama vacía, y suspiró al darse cuenta que efectivamente, no había nada ni nadie.
Se dejó caer de nuevo en la almohada, pero ahora mirando a este punto solitario, y dejando que sus dedos recorrieran la suave tela del mismo.

Ya había abierto los ojos, ya no podía cerrarlos.

Dejo salir un quejido ronco de su boca, luego, pasó su mano por sus cabellos y se incorporó, sentándose en la cama. Todo esto, sin dejar de ver ese espacio.

Finalmente, frotó sus ojos y bajó los pies de la cama, buscando una sandalias, al no encontrarlas con el simple tacto de sus pies, dejo su mirada libre y se dio cuenta que estaban sus tenis en vez de las susodichas, y estas estaban en el estante donde colocaba su calzado.
Soltó otro resoplido qué parecía más un quejido y se levantó, comenzando a andar descalzo por la casa.

Su vivienda era de dos pisos. En la planta alta había tres recámaras, la suya, el cuarto de baño completo y una sala que usaba para entrenar, su gimnasio personal por llamarlo de algún modo. En la baja, había un sanitario, la cocina, el comedor para seis personas que se hayaba polvoso por la poca frecuencia de uso, y por supuesto, una sala acogedora iluminada por una ventana y la televisión que él mismo abía dejado encendida; al ver esto último, chasqueó la lengua y tomó el control para apagar el dispositivo.

Caminó hasta llegar a una barra que pretendía dividir el comedor de la cocina, pero funcionaba como sitio adicional  para preparar o colocar los alimentos. Normalmente se sentaba ahí para comer en vez de poner la mesa.
Abrió el regriferador y se dio cuenta que sólo tenía dos botellas de su sake predilecto, un huevo y una manzana, misma de la que desconocía origen.
El peliverde suspiró al no tener nada para desayunar, así que abrió la puerta café de su alacena y sacó un bote negro con letras blancas. Sirvió un termo con agua, y luego, del envase oscuro, tomó dos cucharaditas del polvo blanco que contenía, creatina.

El moreno tomó un sorbo el suplemento con agua, no era para nada el desayuno que tenía en mente. Dejó salir otro suspiro prolongado. Miró su termo y luego alzó unos grados su mirada, topándose con un cuadro... Lo contempló pasmado unos segundos, y a los cortos siete después, apretó los párpados, tomó el cuadro y lo recostó sobre la barra, de modo que la imagen quedase oculta a la vista.

Media hora después de terminar su suplemento subió las escaleras y tomó unas pesas, empezando su ardua rutina diaria. Sus músculos se marcaban, tonfiicados y sudorosos, siendo los principales afectados por la brutalidad del entrenamiento de Roronoa Zoro.

Al mismo tiempo, mientras Roronoa recién iniciaba su día y se torturaba a sí mismo, a unas cuadras de distancia, un rubio precioso de los ojos azules más encantadores de la ciudad, bebía una taza de café con una amiga cuyo cabello era anaranjado y tenía una figura fenomenal, atrayendo las miradas de los pocos que se haya an en la misma cafetería que esos dos.

—Sanji, tienes que ir, vamos a estar todos — replicaba la mujer haciendo un leve puchero.

—Nami, no hagas esas caras, no voy a poder negarme —se quejaba en respuesta el rubio mientras levantaba su taza —. Ya te dije que no voy a ir, no puedo.

—¡Pero Sanji! — la menor seguía insistiendo, pues próximamente habría una pequeña reunión con el resto de sus amigos en un parque, nada formal ni rimbombante —. ¡Por favor!

—¡Nami! —se quejó el mayor una última vez, se quedaron mirando a los ojos suplicante ambos, ella más insistente con sus cafés orbes, y el intentando resistirse con los suyos zafiro, pero terminó suspirando y asintiendo con la cabeza —. Bien... Tu ganas.

La dama celebró con una sonrisa triunfadora. Esos dos eran mejores amigos, y por supuesto la mujer sabía perfectamente cómo convencer al rubio de hacer algo que ella quisiera.

—¡Pero Nami! ¡No lo quiero ver!

—Ya va siendo hora de que se enfrenten — dijo la dama cambiando su semblante de alegría a uno más serio y cruzándose de brazos —. No soy nadie para decidirlo, pero tampoco puedes dejar de hacer cosas que te gustan sólo porque él va a estar ahí.

El rubio suspiró y le dio la razón a su amiga... Ya iba semana y media que no lo veía, no lo llamaba, no lo escuchaba... Ya iban diez días desde que lo extrañaba. Si bien, su primera lagrima escurrió hasta la tercera noche de la ruptura, no significaba que no hubiera añorado su presencia todo el tiempo...

Nami cambio de tema y el rubio fingió demasiado bien una sonrisa, pero en el fondo estaba preocupado, no sabía cómo iba a actuar él ni cómo actuaría su ahora ex-pareja. ¿Cómo iban a lograr que no fuera incómodo, como antes de ser pareja?
Sabía que debía superarlo, y si, ya había sufrido lo suficiente por él, pero ¿estaba listo para enfrentarlo?

Estúpido Romance Donde viven las historias. Descúbrelo ahora