Capitulo 31

12 5 0
                                    

   Las puertas de mi mente. 


Subí a los tejados y me refugié en mi escondite. Una vez allí, me envolví en mi manta y lloré. Lloré como si todo se hubiera roto dentro de mí y algo se desbordara. Cuando me cansé de llorar ya era noche cerrada. Me quedé ahí tumbada, contemplando el cielo, agotada pero sin poder dormir.

Pensé en mis padres y en la troupe, y me sorprendió comprobar que los recuerdos eran menos amargos que antes. Por primera vez entonces sus años utilicé uno de los trucos que me había enseñado Ben para serenar y agudizar la mente. Me costó más de lo que recordaba, pero lo conseguí.

Cuando caés dormida toda una noche sin moverte, al despertar por la mañana tu cuerpo está entumecido. Si recuerdan cómo es ese primer despereso, agradable y doloroso, quizás entiendan cómo se sentía mi mente después de tantos años, desperesándose para despertar en los tejados de Tarbean.

Pasé el resto de la noche abriendo las puertas de mi mente, en el interior de sueños que no dormían. Dentro encontré cosas que había olvidado hacía mucho tiempo: mi madre combinando palabras para componer una canción, ejercicios lingüísticos para actuar en la interpelación de un personaje. También tres recetas de té para calmar los nervios y favorecer el sueño. Sobre todo, escalas de laúd, mi música. ¿De verdad hace años que no tenía un laúd en las manos?

Pasé mucho tiempo pensando en Los Chandrian, en lo que le habían hecho a mi familia, en lo que me habían arrebatado.

Recordé la sangre y el olor apero quemado, y sentí arder en mi pecho una rabia sorda y profunda. Confieso que esa noche tuve pensamientos vengativos e intenciones tenebrosas. Pero los años que había pasado en Tarbean me habían infundido un ferrio pragmatismo. Sabía que la venganza no era más que una fantasía infantil. Tenía quince años. ¿Qué podía hacer yo?

Y aún así sabía una cosa, se me había ocurrido mientras estaba allí tumbada, recordando. Era algo que Haliax le había dicho a Ceniza. «“¿Quién te protege de Los Amir, de Los Cantantes, de Los Zaith'isk, de todo lo que podría hacerte daño?”»

Los Chandrian tenían enemigos. Si lograba encontrarlos, ellos me ayudarían. No tenía ni idea de quiénes eran Los Cantantes ni Los Zaith'isk, pero todo el mundo sabía que Los Amir eran los caballeros de la iglesia, La poderosa mano derecha del imperio de Athur. Desgraciadamente sabía todo el mundo también que hace trescientos años que no existían Los Amir. Se habían disuelto tras la caída del imperio de Athur, pero Haliax había hablado de ellos como si todavía existieran. Y la historia de Escarpi sugería que Los Amir habían comenzado con Selitos, no con el imperio de Athur, como a mí siempre me habían enseñado.

Era evidente que había más cosas que yo necesitaba saber. Cuanto más pensaba en ello, más preguntas surgían. Resultaba obvio que Los Chandrian no mataban a todo aquel que recogiera o cantara canciones sobre ellos. Todo el mundo sabía alguna historia de Los Ángeles Sin Alas, y todos los infantes del mundo, en algún momento u otro, cantaron esa cancióncita absurda sobre sus señales. ¿Qué era lo que hacía que la canción de mis padres fuera diferente?

T

enía muchas preguntas y solo podía ir a un sitio, por supuesto.

Repasé mis escasas posesiones. Tenía una manta roída y un saco de arpillera relleno con un poco de paja que utilizaba como almohada. Tenía una botella de medio litro llena de agua con un tapón de corcho, un trozo de lona que sujetaba con unos ladrillos y utilizaba como cortavientos en las noches frías, un par de terrones de sal y un zapato gastado que ya no me quedaba pero que esperaba poder cambiar por alguna otra cosa. Y treinta peniques de hierro en moneda corriente, todos mis ahorros.

Algunos días atrás me había parecido un tesoro inmenso, pero ahora sabía que nunca sería suficiente.

Mientras salía el sol saqué Retórica y Lógica de su escondite debajo de una viga. Retiré el envoltorio desgastada nona con el que lo protegía y sentí un gran alivio al ver que estaba seco e intacto.

Acaricié el suave cuero de las cubiertas, lo apreté contra mi cachete y percibí el delicado olor a cera del carromato de Ben. Olor a especias y levadura mezclado con el aroma ácido y acre de las sales químicas allí lo sentí, el único objeto tangible de mi pasado.

Lo abrí y vi lo que Ben había escrito en la guarda hacía más de tres años: «Eleonor, defendete bien en la universidad. Hacé que esté orgulloso de vos. Recordá la canción de tu padre y tené cuidado con el lirio. Tu amigo, Abenthy.»

Asentí para mí y pasé la página.

 𝚂𝚒𝚗 𝚂𝚊𝚗𝚐𝚛𝚎 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora