Capitulo 18

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     Esperanza. 

En los meses siguientes mis padres hicieron todo el esfuerzo posible para llenar el vacío de la ausencia de Ben. Se ocuparon de que los otros artistas colmaran mi tiempo de forma productiva para que no me deprimiera. Verán, en la troupe la edad no tenía ninguna importancia. Si eras lo bastante fuerte para ensellár los caballos, ensellábas los caballos. Si eras ágil con las manos, hacías malabares. Si ibas afeitado y te sentaba bien el traje, interpretabas al señor Reisiel en El Porquero Maltrecho. En general, las cosas eran así de sencillas.

Así que Trip me mostró como contar chistes y a dar volteretas. Chaándí me hizo practicar hasta pulir los bailes finos de media docena de países. Treherem me midió comparándome con su espada y decidió que ya era lo necesariamente alta para aprender los fundamentos de la esgrima. No lo bastante alta para pelear de verdad, puntualizó, pero sí lo suficiente para hacer una actuación digna en el escenario. Los caminos estaban bien en esa época del año, de modo que avanzábamos a buen ritmo hacia el norte.

Recorríamos veinte o treinta kilómetros diarios en busca de pueblos en los que actuaron. Ahora que Ben nos había dejado, yo viajaba casi siempre en el carromato de mis padres, que empezó a instruirme de manera más formal para los futuros espectáculos acompañados y en solitario.

Yo ya sabía muchas cosas, por supuesto. Pero lo que había ido aprendiendo era un torbellino de diferentes habilidades que hasta ese momento no había podido perfeccionar. Mi padre se propuso enseñarme de forma sistemática los verdaderos mecanismos del oficio de actor; cómo pequeños cambios en la entonación de las palabras o en la postura de nuestras espaldas hacen que una persona parezca torpe, ladina, o de pocas luces.

Por último: mi madre empezó a enseñarme cómo comportarme en sociedad. Yo ya tenía algunas nociones que había aprendido en nuestras poco frecuentes estancias en casa del Varón Grayfollow. Siendo honestos, creía que ya era bastante refinada sin necesidad de memorizar fórmulas de cortesía, modales en la mesa y las enmarañadas jerarquías de la nobleza, tal cual se lo dije a mi madre.

—¿A quién le importa si un Vizconde Modegano está por encima de un Duque Víntico? —protesté—, ¿y a quién le importa si uno hay que llamarlo excelencia y al otro señor?

—Les importa a ellos —contestó mi madre con firmeza—. Si actuás para ellos, necesitás comportarte con dignidad y aprender a no meter el codo en la sopa.

—A papá no le importa qué tenedor tiene que usar ni quién está jerárquicamente por encima a quien. —Mi madre frunció el diseño y entrecerró los ojos. —Quién está por encima de quien. —Me corregí.

—Tu padre sabe más de lo que parece —replicó mi madre—. Y lo que no sabe lo disimula gracias a su considerable encanto. Así es cómo se salva. —Me agarró la barbilla y me giró la cabeza hacia ella. Sus ojos eran verdes junto a un cerco dorado en la pupila. —¿Estarías contenta con salvarte o querés que esté orgullosa de vos?

Esa pregunta sólo tenía una respuesta. Una vez que me puse en serio a trabajar para aprender esas cosas, me percaté de que no eran más que otra clase de teatro. Otro guión del montón.

Mamá componía poemas para ayudarme a recordar los elementos más disparatados de la etiqueta. Juntos escribimos una cancioncita obscena titulada “El Pontífice siempre está debajo de La Reina”. Nos pasamos todo un mes riéndonos con ella. Y mi madre me prohibió expresamente cantarla para mi padre, eso porque cualquier día podría ocurrirsele cantarla delante de quien no debía y ponernos a todos en una situación comprometida.

 𝚂𝚒𝚗 𝚂𝚊𝚗𝚐𝚛𝚎 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora