Capitulo 32

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   La cubierta rota. 


El letrero en la puerta rezaba “La Cubierta Rota”. Lo interpreté como una señal auspiciosa y entre. Había un hombre sentado detrás del mostrador, deduje que era el propietario. Era alto y delgado, con calma incipiente y por la boca abierta asomaban pocos dientes. En las manos sostenía un libro de contabilidad y, al verme, levantó la vista con cierta expresión de fastidio. No lo culpo. Yo era tipo de persona que no querías que entrara en tu comercio.

Tomé la decisión de reducir al mínimo las sutilezas. Fui al mostrador y puse mi libro encima. —¿Cuánto me daría por esto?

El hombre ojeó con aire de profesional, palpando el papel y examinando la calidad de la encuadernación. Se encogió de hombros y dijo: —un par de iotas.

—Vale mucho más —protesté indignada.

—Vale lo que te den por él —replicó sin alterarse—. Te doy una y media.

—Dos talentos, y tengo la opción de volver a comprarlo dentro de un mes.

El tipo dio una breve y acartonada risotada. —Esto no es una casa de empeños —empujó el libro hacia mí con una mano y agarró una pluma con la otra.

—¿Veinte días? —vaciló un momento, le echó otro rápido vistazo al libro y sacó su bolsa de dinero. Extrajo dos pesados talentos de plata. Hacía mucho, muchísimo tiempo que yo no veía tanta plata junta. Me acercó las monedas deslizándolas por el mostrador. Contuve el impulso de agarrarlas de inmediato y dije:— Necesito un recibo de compra.

Esa vez me lanzó una mirada tan dura y tan larga que me empecé a poner un poco nerviosa. Entonces caí en la cuenta del aspecto que debía de ofrecer, cubierta de la sociedad acumulada en las calles durante un año desde la última vez que pude darme un baño, tratando de obtener un recibo por un libro que evidentemente había robado.

Al final se encogió de hombros una vez más y garabateo algo en un trozo de papel. Trazó una línea y la señaló con la pluma —firmá acá.

Leí lo que había escrito —Yo, la abajo firmante, atestigua que no sé leer ni escribir. —Miré al librero que permaneció imperturbable, mojé el plumin y con mucho cuidado escribí: A.I, como si fueran mis iniciales.

El hombre agitó el trozo de papel para que se secara la tinta y me acercó el recibo —¿Qué significa la “A”? —me preguntó esbozando una sonrisa.

—Anulación —contesté—. Significa invalidar algo, que resulte nulo. Generalmente en un contrato. La “I” es de incineración, que consiste en arrojar a alguien al fuego —me miró sin comprender—. La incineración es un castigo penado legalmente en Jumpuy, creo que los recibos falsos entran en esa categoría.

No hice el menor ademán de tocar el dinero o el recibo. Se generó un tenso silencio.

—No estamos en Jumpuy —argumento del individuo, controlando la expresión de su rostro.

—Cierto —admití—. Tiene usted dotes para la malversación. Quizá debería añadir una “M”.

El hombre dio otra fuerte risotada y sonrió. —Me convenciste, joven maestra —sacó otro trozo de papel y me lo puso delante—. Escribí vos el recibo y yo lo firmo.

Agarré la pluma y escribí: yo, el abajo firmante, me comprometo a devolver el libro Retórica y Lógica con la inscripción ’para Eleonor’ a la portadora de esta nota a cambio de dos peniques de plata con la condición de que presente este recibo antes del día-

Levanté la cabeza. —¿Qué día es hoy?

—Odren. Treinta.

Hacía tiempo que había abandonado la costumbre de contar los días. En la calle todos los días se parecen, solo que la gente está un poco más borracha los días los días de abatita y un poco más generosa los duelos.

Pero si estábamos a treinta, solo tenía cinco días para llegar a la universidad.

Ben me había dicho que las admisiones terminaban en prendido. Si llegaba tarde tendría que esperar dos meses a que empezara el siguiente bimestre.

Puse la fecha en el recibo y tracé una línea para que firmara el librero. Me miró con expresión de desconcierto cuando le puse el papel delante. Es más, no se fijó en que el recibo decía “peniques” en lugar de “talentos”.

Los talentos valían mucho más, eso significaba que el librero acababa de comprometerse a devolverme el libro por menos dinero por el que él lo había comprado.

Mi satisfacción disminuyó cuando comprendí que todo aquello era una estupidez. Ya fueran peniques o talentos, yo no iba a tener el suficiente dinero para recuperar el libro pasado el tiempo acordado.

Si todo salía bien, ni siquiera estaría en Tarbean el día siguiente.

Pese a ser inútil, el recibo me ayudaba a calmar el dolor de separarme del último objeto de mi infancia que conservaba. Soplé sobre el papel, lo doblé con cuidado, me lo metí en un bolsillo y agarré mis dos talentos de plata.

Me llevé una sorpresa cuando el librero me tendió una mano. Sonrió con aire arrepentido y dijo: —perdón por lo de la nota, es que no me pareció que fueras a volver —tragó en seco—. Tomá. —Me puso una iota de cobre en la mano.

Decidí que el tipo no era tan mala persona. Le devolví la sonrisa y, por un instante, casi me sentí culpable por lo que había escrito en el recibo. También me sentí culpable por las tres plumas que le había robado, pero el malestar me duró solo unos segundos. Y como no había ninguna forma conveniente de devolvérselas, antes de marcharme, le robé un tintero.

 𝚂𝚒𝚗 𝚂𝚊𝚗𝚐𝚛𝚎 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora