Capitulo 34

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      Cobres, zapateros y multitudes. 


Faltaba cerca de una hora paro el mediodía cuando salí a la calle. El sol ya estaba muy alto y sentía el calor de los adoquines en la planta de los pies.

Los ruidos de mercado formaban un irregular murmullo a mi alrededor. Intenté disfrutar de la agradable sensación de tener el estómago lleno y el cuerpo limpio, pero notaba una vaga inquietud en la boca del estómago. Era una sensación similar a la que se tiene cuando alguien te mira la nuca. Me acompañó hasta que me pudo el instinto y rápida como un pez nadando por un canal tranquilo me colé en un callejón. Me quedé de pie, apoyada contra una pared, esperando, y esa extraña sensación fue desapareciendo. Pasados unos minutos empecé a sentirme estúpida.

Confiaba en mi instinto, pero a veces daba falsas alarmas. Esperé unos minutos más para asegurarme antes de volver a la calle. La sensación de desasosiego cesó casi de inmediato, yo la ignoré a la vez que trataba de darme cuenta de dónde provenía. Cinco minutos más tarde perdí el valor y volví a meterme en una callejuela, escudriñando a la multitud para ver quién me seguía. Nadie.

Hicieron falta media hora de nerviosismo y dos callejones más para que averiguara qué estaba pasando, y es que me resultaba extraño el simple hecho de caminar entre la multitud.

En los últimos dos años las multitudes se habían convertido para mí en parte del decorado de la ciudad. Podía usar el gentío para esconderme de un guardia o de un tendero, moverme a través de la muchedumbre para llegar a donde quisiera ir. Hasta podía avanzar en la misma dirección que la multitud, pero nunca realmente formaba parte de ella.

Estaba tan acostumbrada a que me ignoraran que casi eché a correr cuando un comerciante se me acercó para tratar de venderme algo.

Una vez que hube identificado qué era eso que me inquietaba, la mayor parte de esa inquietud desapareció. Generalmente el miedo proviene de la ignorancia. Una vez que supe cuál era el problema, éste pasó a solo hacer eso; un problema y no algo que temer.

Como ya había mencionado, Tarbean se dividía en dos partes: La Colina y La Rivera.

La Rivera era pobre. La Colina era rica. La Rivera olía a culo, la colina no. En la Rivera había ladrones, en La Colina banqueros, o mejor dicho, estafadores.

Ya conté la historia de mi única y catastrófica incursión en La Colina, de modo que quizá comprendan porqué cuando el gentío que tenía delante se separó un momento vi lo que estaba buscando: un miembro de la guardia.

Me metí por la primera puerta que encontré con el corazón de latiéndome a toda prisa. Pasé un momento recordándome que ya no era la vagabunda a la que habían aporreado años atrás. Ahora iba limpia y bien vestida, sin desentonar en lo absoluto para aquella parte de la ciudad. Pero los viejos hábitos difícilmente mueren.

Me esforcé para controlar una intensa rabia, pero no sabía si estaba enfadada conmigo misma, con el guardia, o con el mundo en general. Lo más probable es que las tres cosas.

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Ya mismo te atiendo —dijo una alegre y voz protegida por un umbral que era una cortina.

Recorrí la tienda con la mirada. La luz entraba por el escaparate e iluminaba un abarrotado banco de trabajo, el polvo acumulado en las grietas de la madera que era el suelo y las docenas de zapatos por doquier. Decidí que no podría haberme refugiado en ningún sitio mejor.

 𝚂𝚒𝚗 𝚂𝚊𝚗𝚐𝚛𝚎 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora