Capitulo 1

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   Un hogar para los demonios. 


Era noche de abatida, y la clientela poco habitual de citadinos del pueblito se había reunido en la Roca de Guía, como era costumbre hacerlo al menos una vez a la semana. Eso o cuando les sobraba la plata. No podía decirse que cinco personas formaran un grupo muy numeroso, pero últimamente, en los tiempos que corrían, en escasas oraciones se reunían más de cuatro o cinco clientes a la vez.

El viejo Crai oficiaba de narrador y suministrador de consejos e historias. Los que estaban sentados en la barra tomaban y escuchaban. En la cocina, la joven posadera de pie al lado de la puerta sonreía mientras escuchaba los detalles de una historia, que aunque fingía que no, ya conocía. —Cuando despertó, Taborlin el mundano estaba encerrado en una torre titánica de proporciones dantescas. Le habían robado la espada que no podía usar y que no tenía filo, y lo habían despojado de sus cordones de piel. No tenía ni la llave ni la moneda, tampoco la vela. Pero no crean que eso era lo peor —Crai hizo una pausa para añadir suspense—, porque las lámparas de la pared ardían con fuego blanco.

Radaf, Godrif y Jazz asistieron con la cabeza. Los tres amigos habían crecido juntos, escuchando las historias que contaba Crai e ignorando sus consejos. Crai miró con ojos entrecerrados al miembro más nuevo y más atento de su reducido público: el aprendiz de herrero. —¿Sabés qué significaba eso, pibe? —llamaban «pibe» al aprendiz herrero pese a que era más alto que todos, sacándoles mínimo un palmo a cada uno. Los pueblos chiquitos son así. Y seguramente seguirían llamándolo de esa forma hasta que tuviera una barba frondosa y poblada o hasta que, arto de ese apelativo, hiciera sangrar a alguien y le sacara un par de dientes.

El pibe asintió despacio con la cabeza y respondió. —Los angeles sin alas... Los Chandrian.

—Exacto —confirmó Crai—, los angeles sin alas. Todo el mundo sabe que el fuego blanco o azul es una de sus señales. Bueno, estaba-

—Pero, ¿cómo lo habían encontrado? —lo interrumpió el pibe. —Además, ¿por qué no lo mataron cuando tuvieron ocasión?

—Uy, cerra el orto. No vas a tener todas las respuestas antes del final —replicó Jazz con melodrama en la voz—. Dejá al tipo hablar.

—No le hables así, Jazz —intervino Godrif mientras se acomodaba en su asiento—. Es lógica que el pibe sienta curiosidad. Tomáte tu birra tranquilo.

—Ya me la tomé —refunfuñó—. Necesito otra, pero la posadera está demasiado ocupada siendo linda. —Subió la voz y golpeó la barra de caoba con su jarra vacía.

—¡Por acá hay unos hombres sedientos! —Al son de las queja de Crai, la posadera fue a la cocina y apareció un minuto después, llevando hábilmente una charola con cinco cuencos de estofado de cordero y dos hogazas grandes y calientes de pan. Le sirvió más cerveza primero a Jazz, quien la mira con coquetería y descaro, sin reparar en su sonrisa ladina que él fervientemente esperaba la conquistara. Eso, por razones que se sabrán a futuro, no funcionó antes, ni ahora, ni lo hará nunca. Luego llenó la jarra de Radaf, la de Godrif y por último la del viejo Crai. La joven posadera se movió con vigor y desenvoltura. Podría decirse que Radaf también buscaba tirarle los perros, pero lo hacía con más sutileza, dando gestos sutíles y miradas cortas pero cargadas de deseo innegable.

 𝚂𝚒𝚗 𝚂𝚊𝚗𝚐𝚛𝚎 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora