XX. La iglesia

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Locrian podía ser distraído, irresponsable, despreocupado; pero siempre fue suspicaz. Claramente, su instinto le alertó sobre aquella sospechosa salida de Elliot y la rubia. Los vio irse al bosque durante todo el día, y cuando ambos regresaron, el gitano pudo ver desde una de las ventanas cómo ellos, antes de entrar, compartieron un beso íntimo a escondidas en una esquina junto al umbral de la puerta trasera.

Por supuesto que notó el adolorido andar de la chica, la mirada hambrienta de Elliot, la clorofila tiñendo sus ropas, y cuando entraron pudo percibir ese inconfundible aroma a feromonas y sexo; pero ellos no lo vieron a él, pues el gitano era bueno para esconderse.

Elliot, antes de ir a bañarse para borrar la aromática evidencia, pasó cerca de la habitación del castaño y se detuvo. Con uno de sus pañuelos cubrió la manilla de la puerta y abrió sigilosamente, tan solo unos centímetros, para corroborar que el gitano estuviera dormido.

Lo estaba, estaba tendido en su cama, descalzo, boca abajo y desordenado como siempre. Cerró la puerta y no pudo evitar sentirse mal por lo que había hecho. Sabía que Locrian tenía sentimientos hacia la rubia, lo notaba, y aunque intentaba engañarse a sí mismo pensando que el gitano era incapaz de desear cualquier vestigio de una relación formal y apropiada, la culpa se apoderó de su pecho. Sabía que el muchacho era simplemente eso; un muchacho, uno que nunca fue una mala persona.

Elliot decidió no decir nada al respecto. Cuando los pasos de Ballard se alejaron, Locrian abrió los ojos, sentía una extraña amargura que desconocía, era miedo. Si Primrose se casaba con Elliot, él sobraría en aquella casa, y probablemente el rubio comenzaría a odiarlo.

Sería un infierno si ambos decidían comprometerse. Sí, Locrian también había intimado con ella, y aquello no cambió absolutamente nada; pero, ¿y si Elliot la convencía de una relación exclusiva, bajo la moralidad victoriana y los cánones occidentales? Si aquello ocurría, no podría volver a besarla nunca más, aquello le asustaba.


Los días transcurrieron, y para sorpresa de ambos vampiros, Primrose continuó comportándose tal como antes, como si nada hubiese pasado. No se portaba más cariñosa con Elliot, ni más distante con Locrian, simplemente continuaba siendo aquella criatura chispeante que traía luz incluso a los confines a los que su especie estaba destinada.

—Hace poco, cuando fui al pueblo, escuché las campanadas de una iglesia —mencionó ella. Secó sus manos cuando terminó de lavar los vegetales, alistó la tabla y el cuchillo para comenzar a picarlos.

—Deja eso, vas a lastimarte —dijo Elliot, entonces le arrebató aquel cuchillo para comenzar a picar las verduras con la intención de evitar cualquier accidente (y para evitar también, claro, cualquier asimetría en los trozos de verduras).

Locrian, por su parte, se hallaba con su cabello atado para que no fuera a estorbarle. Se había puesto un delantal para no ensuciar su ropa con la sangre que estaba preparando en el caldero. Tenía que coagular para posteriormente introducirla en la tripa de cerdo. Preparaban morcillas.

Primrose continuó, su vocecilla alegre y el destello en su mirada demostraban un especial entusiasmo. Se sentó sobre la mesa, dispuesta a contarles el porqué de su mención, pese a que ninguno de los dos pareció importarle.

—Me recordó a años atrás, cuando vivía con otras niñas en el internado. ¡Todos los domingos asistíamos a la iglesia con los más formales uniformes! Veíamos a cada persona del pueblo, todos con sus mejores vestuarios. —Su manera de narrarlo, de gesticular, reflejaba lo mucho que le gustaban esas leves instancias sociales. Quizás aquello se trataba del único evento distinto que coloreaba la rutina semanal de su aburrida y antigua vida.

Corazón Vampiro 🫀 | YA EN FÍSICODonde viven las historias. Descúbrelo ahora