6: El Lobo

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El anuncio del festejo del masivo evento que serían los quince días del nombre de Aemma y Aemond llegó a todo Poniente.

Todo aquel que era considerado alguien asistiría al festejo, y no era para menos, el Rey había ordenado dos semanas de festejo para su nieta predilecta y su hijo.

Mientras todos se congregaban en los Dominios de la casa del Dragón, la festejada se encontraba encerrada en su habitación totalmente frustrada.

Su esplendida idea de pasar el día volando junto a Aemond había sido roto al igual que su corazón.

— ¡Maldito Aemond!

La noche anterior las casas más cercanas anunciaron su arribo a la Fortaleza Roja, aún cuando Aemma había pedido que sea instalados en otro lugar lejos del castillo, el Rey la llamó al salón para conversar.

—Mi niña, debes entender...

— ¡Padre, no deseo que estén aquí! Deberías entenderme...

— Si los envío lejos luego de haberlos invitado podría tomarse como un desplante.

— ¡Pues es lo que es!— Bufó desde las escaleras que daban al Gran Trono de Hierro.— Odio como me miran, como si fuera un bocado que desean comer, es asqueroso.

—  No podemos dejar de ser buenos anfitriones, además, estás en edad casadera.

La mirada de Aemma se endureció.

—No estarás haciendo todo esto para deshacerte de mi, ¿No?

El Rey se puso de pie de inmediato, como si de un resorte se tratase, bajó las escaleras y tomó su mano.

— Nunca, mi niña.— Dijo con decisión.— Pero algún día tendrás que hacerlo.

—Algún día, sí, con alguien de honor que yo elija.— Dijo levantando el mentón.— Un igual, no quiero menos.

Él sonrió.

— Hay veces que tienes que hacer ciertas cosas por el bienestar del Reino.

— ¿A qué te refieres?

— Ven acá, Aemma.

 El Rey guio a Aemma cuesta arriba, el precioso vestido acariciaba los escalones  del Trono a cada paso.

— Toma asiento.

Aemma giró sobre su eje y observó resplandeciente como todo parecía diminuto desde su lugar, su derecho, su destino.

Su mano descansó sobre el Trono mientras su cuerpo se dejaba caer suavemente sobre la dura superficie.

El  Trono era incómodo, duro y desproporcional.

—¿Incómodo, cierto?

— Algo, padre.

— Es incómodo para recordarte tu deber, un Rey cómodo es un Rey despreocupado por su pueblo.

— El pueblo te hace Rey, el Rey no hace a su pueblo.

— Los Reyes cambian, el pueblo sigue y perdura.— Dijo el Rey— Muéstrame tus manos.

 Aemma extiende sus manos con obediencia mostrando sus pálidas manos impecables.

—¿No te has cortado?

— No, no lo creo.— Negó. — ¿Por qué?

El Rey sonrió.

— Por nada.

𝔸 𝔼 𝕄 𝕄 𝔸 ||  𝕃𝔸 ℂ𝔸𝕊𝔸 𝔻𝔼𝕃 𝔻ℝ𝔸𝔾𝕆ℕDonde viven las historias. Descúbrelo ahora