Capítulo especial 5

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¡Feliz día del niño! No permitas que ese infante que sigue encajonado en alguna parte de tu interior se apague. 

Recuerdo las tardes de domingo en el sofá

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Recuerdo las tardes de domingo en el sofá. Era tan pequeño que mis pies colgaban del sillón. Papá me sentaba ahí, a su lado, cada vez que transmitían el fútbol y no hacía nada más que contemplar el rostro de mi padre. Me encantaba mirarlo e imitar sus gestos: guiño de ojo, fruncir de labios, arquear la ceja, ademanes de manos exasperantes cuando se fallaba un penal...

Él siempre tuvo un rostro muy expresivo. Definitivamente quería ser como él, y a él le divertía mis intentos por imitarlo.

Un trágico día Elizabeth llegó a nuestras vidas perfectas. Me paraba desde el cunero y la observaba. Ella me jaló los cabellos y me arrancó unos cuantos antes de hacerme llorar. Siempre le envidié sus muñecas, y a escondidillas, solía usar su champú de princesas.

A comparación de los otros niños yo era demasiado introvertido. A temprana edad me encerré en mí mismo. Casi no hablaba. Y la vida escolar fue muy difícil para mí. Fui ese niñito alejado, escondido, y que siempre buscaba un lugar tranquilo para comer su emparedado y su jugo de fresa con sorbete flexible. Una vez me armé de valor y decidí jugar a las peleas con los niños. Ese día descubrí que mi cuerpo era muy sensible, por así decirlo, y que mis sentimientos también lo eran.

« ¡Niñita!». Me dijeron cuando me solté a llorar mientras me sobaba la parte lastimada. Definitivamente era de carácter sensible y no entendía el porqué las cosas me afectaban el doble que a los demás. Las niñas también eran crueles y me pellizcaban los brazos. Mamá decía que me odiaban porque yo tenía una piel más bonita que ellas.

No tuve amigos por esa razón, era demasiado «delicado» o «rarito» como para jugar a la guerrilla con ellos. Estaba destinado a vagar solo. Hasta que apareció Lolo y se acopló a mi clase, a mitad del año preescolar. Ese niño me dio la rara impresión que, de algún modo posible, yo lo había conocido el año pasado, pero descarté tal disparate, porque si hubiera sido así, ¡definitivamente recordaría a alguien tan raro como él!

—¡Me gustan tus mejillas, me gustan tus mejillas! —no paraba de decirlo; al igual de rogarme que fuéramos amigos.

Lo ignoré la mayor parte del tiempo, pero ese chico sí que fue persistente, así que no tuve de otra que aceptar su amistad.

—¡Juguemos a ser novios, juguemos a ser novios! —. Después de un par de días, esa fue su nueva demanda.

—Somos niños, ¡no podemos ser novios! —. Argumenté.

Pero ese párvulo no escuchaba razones.

—¡Juguemos a ser novios, juguemos a ser novios!

Entonces accedí.

El juego inocente duró una semana.

Me pareció divertido: Lolo me compartía la mitad de su almuerzo, me daba la mano cuando cruzábamos la calle, me defendía de agresores, me prestaba sus lápices de colores, o me hacía dibujos con las acuarelas. También me limpiaba de la cara los vestigios de comida que me quedaban, para después zampárselos a la boca, y me acompañaba a los sanitarios a hacer pipí.

Boy Love BoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora