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Una nueva mañana en que me encuentro con la mente completamente en blanco, salvo por los últimos momentos que puedo recordar de antes de quedarme dormido. Pero nada respecto a los sueños. No me agrada la idea de que se produzca un sinfín de imágenes en mi cabeza mientras estoy en ese estado de inconsciencia como parte vital de la vida, pero que no pueda recordarlas. Parece que yo pertenezco a una clase extraña de androide incapaz de seguir pensando mientras entra en su estado de inactividad diario. Por fortuna no es así, ya que mi reciente experiencia me ha dejado en claro que sí sueño, aunque algo sucede que me impide recordar eso mismo que acabo de soñar.

Empiezo a acostumbrarme, y de hecho me gustan esos minutos por la mañana en los que piso el acelerador a fondo, siguiendo la misma ruta ya establecida para llegar hasta Husson University. Me encanta el modo en que el aire helado entra por la ventanilla y me agita el pelo, además de golpearme como una serie de bofetadas pequeñísimas, como miles de agujas clavándose en mi rostro. Pero es agradable, un exceso de atmósfera refrescante que termina por despertarme si la alarma y el café no lograron hacer lo suyo.

Empieza una nueva semana en la universidad, la segunda para ser exactos, pero tengo la impresión clarísima de que los días anteriores se han pasado volando, como unos pequeños vistazos a través de un túnel emborronado. De esos vistazos sólo conservo unos pocos, bien grabados en mi memoria mientras que otros pasan a mejor vida en cuanto ya han transcurrido. No es por alardear, pero la mayoría de esos fragmentos que conservo perfectamente archivados (no con fechas y horarios exactos, eso sería demencial) pertenecen a Kaitlyn. Por más que yo haya querido distraerme durante el fin de semana, ella estuvo conmigo en cada lugar que yo iba, como mi sombra misma, como una parte que no me puedo arrancar porque ya me pertenece. Mientras conduzco, incluso sin la necesidad de cerrar los ojos para verla, ella sigue estando ahí, y es la compañía que más me agrada. La única que necesito.

Me dirijo sin meditaciones hacia mi salón, y me sitúo en mi lugar. No presto demasiada atención en lo que sucede a mi alrededor. Todavía tengo un atisbo del frío intenso que me golpeó el rostro con furia durante todo mi recorrido, y ha dejado mi piel bastante rígida, adormecida, casi muerta y seguramente pálida, porque incluso la sensibilidad se me ha reducido considerablemente, aunque no deja de ser agradable, en verdad es el método perfecto para despertar de una vez por todas y evitar la somnolencia durante la clase. Si alguien me pidiese consejo sobre ese tema, yo únicamente me limitaría a decir: abre tu ventanilla y conduce a 150 km/h a las siete y media de la mañana, deja que te congeles, que el viento te escueza los ojos, penetre por la nariz y te enfríe los pulmones hasta volverlos un par de sacos arrugados y hechos piedra por el hielo, y no te detengas hasta que te sientas despierto, vivo, aunque quedes temblando por un buen rato hasta que vuelvas a recuperar la temperatura corporal correcta. Alguien sensato no dudaría en hacer tal cosa.

Durante el tiempo que paso sin ella, sin Kate, me vuelvo en un adicto a seguir con una frenética y desesperada insistencia, el trascurso pesado y ralentizado del tiempo. Los minutos duran horas, tengo ganas de golpear algo, lo que sea, con tal de hacer que avancen, pero de nada sirve. Por suerte, permanezco en mi lugar sin hacer demasiado alboroto y sin alarmarme de más. Todos comienzan a llegar, uno tras otro, y noto, como desde el comienzo, esa abundancia de chicas que ocupa la clase, pero ninguna de ellas es quien espero.

Observo por unos segundos a cada una de ellas, a la vez que se encaraman a la puerta, y a diferentes ritmos se acomodan en el sitio que han elegido y posiblemente conservado desde que lo tomaron como suyo. Algunas veces, cruzo la mirada con alguna, y también a veces me sonríen. No es igual, no es como cuando miro a Kate, con ninguna de ellas, siento lo mismo. Podría pasar esa cifra impuesta de los tres segundos sin ningún problema, porque no sentiría la agobiante necesidad de seguir mirando hasta perderme, hasta tener el firme deseo de ya no querer mirar en otra dirección.

Todo lo que he querido decirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora