Noche al sur de Sicilia

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El restaurante en el que los Parisi se reunían esa noche era uno en el centro de una localidad bastante aislada. Se encontraban fuera del alcance y dominio de la institución, del capo específicamente; ocultos para así poder planear la caída de las principales familias y el posicionamiento de la suya. Tal vez el éxito de sus acciones trajera guerra, pero los aliados que tenían eran igual o más fuertes que cualquier otra fracción que sobreviviera tras la desaparición de los Mancuso y los Santoro, y si esas no cooperaban, les esperaba el mismo destino.

Cualquiera pensaría que los Parisi, al decirlo en plural, era una familia extensa como las otras, pero el caso era todo lo contrario. El apellido era llevado por cuatro personas: un padre, una madre y dos hijos; hubo una hija hace unos años, pero le arrebataron la vida con violencia, y desde entonces cuatro eran los únicos miembros de la familia. Poco importaba lo pequeño de su circulo directo, lo que les volvía fuertes eran su gran número de leales colaboradores, estos eran incluidos en el apellido como si tuvieran lazos de sangre en realidad. Por eso mismo, una conspiración tramada por ese pequeño núcleo de personas no debía tomarse a la ligera: poseían un ejército de hombres que no dudarían arriesgar la vida para proteger los intereses familiares.

El negocio de los Parisi eran las armas: tráfico, distribución, modificación... y no sólo para la institución local, sino para el crimen organizado a nivel mundial; eran proveedores de las mafias más poderosas. Pero, a pesar de la prosperidad internacional de su empresa, el centro de sus operaciones se encontraba en el país donde todo se originó hace décadas: Italia, lugar en el que aún residían y también en el que se establecían sus clientes más importantes.

Los Parisi no eran los únicos que se dedicaban a ese rubro comercial, pero sí los más afamados dentro de la institución gracias a la buena reputación que habían adquirido a lo largo de los años.

Dicha fama estaba en camino de llegar a su fin, pues a partir de esa noche iniciaba un plan que conducía a su deceso eterno.

Tres hombres bajaron de un auto oscuro que se camuflaba perfectamente en las sombras de esa noche nublada sin luna. Avanzaron por la calle empedrada hasta el pequeño local en el que las víctimas hablaban. Entraron, y sin mediar palabra, los dos soldados enviados a su último encargo apuntaron sus armas al único grupo de hombres sentados en una mesa alejada de aquel solitario restaurante.

—¡¿Qué mierda?! —exclamó el sujeto que parecía estar a cargo. Se trataba de Dante Parisi, la cabeza de la pequeña familia; a su lado estaba su hijo mayor, Riccardo; y en las sillas restantes de la mesa redonda, se encontraban dos de sus hombres más cercanos, quienes al estar desprevenidos ante el ataque sorpresa, tenían la mano sobre la cacha de sus armas sin haber logrado desenfundarlas a tiempo.

Gian, parado atrás de los otros dos enviados de los Mancuso, sostenía dos pistolas cargadas, y ambos cañones se alineaban directamente con la cabeza de Dante y su hijo. Los dos sabían quien era el hombre en cuyas manos se balanceaba su vida, el hijo de Demontis, alguien al que no le temblaría la mano antes de disparar una bala certera entre sus cejas; y la ironía de la ocasión no podía ser más poética, pues las dos armas que pondrían fin a su existencia tenían la marca de su propio negocio.

—Un mensaje de Neilan Mancuso —dijo Gian, anunciando la partida de un par de traidores desechables.

Dante cerró los ojos; pero Riccardo enfrentó la mirada del verdugo hasta el final, y pudo ver el súbito giro en la ejecución que creyó cobraría su vida. Antes de que los soldados presionaran el gatillo, Demontis cambió el blanco de sus armas y las balas atravesaron dos cráneos completamente diferentes e ingenuos de la amenaza que acechaba justo tras ellos. La sangre salpicó el mosaico blanco y negro que cubría las paredes del restaurante, restos de materia gris ensuciaron las ropas de los asombrados espectadores y el fuerte golpe de dos cuerpos estrellándose contra la cerámica brillante produjo un estruendo sórdido entre las cuatro paredes que encerraban el pequeño comedor. El eco de las balas expulsadas por el cañón aún parecía resonar por todo el sitio y por los oídos de los cuatro testigos que aún permanecían conmocionados, no por haber visto a un par de humanos ser asesinados frente a sus ojos, sino porque no fueron ellos los que dejaron el mundo.

Angela ● abogada de la Mafia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora