Capítulo 4

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Pov: María José

Calle se movió debajo de mí y me empujó frenéticamente, intentando apartarme. Me echó a un lado con una intensidad que denotaba el pánico que sentía. Noté que ella se estremecía de pies a cabeza.

¿Estará enferma? ¿Le habría hecho daño de alguna manera?

Fruncí el ceño y rodé a un costado, pero me quedé mirándola.

—¿Calle?

La llamé pero ella ya estaba saliendo de la cama, recogiendo la ropa a su paso y evitando que nuestros ojos se encontraran.

La vi ponerse con rapidez las rosadas y sexys braguitas. Verla sin otra cosa encima que ese provocativo encaje hizo que volviera a ponerme dura. Me quité el condón de un tirón y lo anudé, conteniendo el deseo de arrastrarla de nuevo a la cama y atarla a ella.

En lugar de hacer eso, me limité a observar cómo se ponía el suéter con un rápido y tembloroso movimiento. Estaba irritada.

Fruncí el ceño. Eso no fue porque había encendido la luz, eso no le había gustado,
pero lo que la molestaba ahora era algo más profundo.

La vi acercarse a los pies de la cama para coger la minifalda de cuero. Aquel silencio ya había durado demasiado.

Le rodeé la muñeca con los dedos.

—Calle, dime qué te pasa. Mírame.

Ella echó la cabeza hacia atrás sin decir nada, y su larga melena castaña cayó sobre su excitante espalda, haciendo que quisiera volver a tumbarla en la cama.

No sabía qué demonios había hecho mal.

—Esto ha terminado —dijo ella con voz temblorosa mientras se zafaba de mi agarre.

Se alejó de la cama, recogió el sujetador y los zapatos, y se marchó.

«Ni hablar.»

Hacer el amor con ella había sido la experiencia más singular y asombrosa de mi vida. Para mí, el sexo siempre había sido sólo eso, sexo. Pero Calle me afectó a un nivel que no podía explicar y que ni siquiera me molesté en intentar entender.

Al correrme sumergida en lo más profundo de su cuerpo mientras la miraba a los ojos, supe por primera vez en mi vida lo que era sentir algo más allá del deseo. No había manera de que me permitiera salir de su vida sin más. No era una perdedora blandengue como el Coronel, que se había dejado arrastrar al sufrimiento.

Aunque sabía que ella no sentía la misma devoción que yo, jamás había imaginado que saldría pitando de la cama como si le hubieran prendido fuego.

Me levanté desnuda de la cama y corrí tras ella por el pasillo de la suite.

—¿Qué te pasa?

Ella no respondió, continuó andando hasta desaparecer en la cocina. La seguí y la encontré poniéndose los zapatos, con el bolso colgado del hombro. La vi lavarse la cara; le temblaban las manos. Seguía negándose a mirarme, pero sabía que ella también había sentido esa conexión entre nosotras. Entonces lo entendí: la había afectado a un nivel tan profundo, que estaba asustada.

Conteniendo la alegría por mi triunfo, me acerqué a ella silenciosamente.

—No pasa nada, cielo.

Por fin, ella me miró. Tenía los ojos rojos y algo hinchados. «Maldita sea», había llorado.

—Por supuesto que no. —Se sacudió el pelo lanzándolo por encima del hombro—. Ha sido entretenido. Gracias. Pero ya hemos terminado y todavía estoy de humor para ir de fiesta. Hasta la vista. —Me empujó y miró hacia la puerta principal de la suite.

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