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Una semana más tarde, Brandon se encontraba en Kent, en concreto en el conjunto de habitaciones que ocupaba su despacho privado, esperando el comienzo de la fiesta campestre organizada por su madre.

Había visto la lista de invitados. No había duda que su madre había decidido organizar esta fiesta con un único motivo: casar a uno de sus hijos, o para ser más claros, a él mismo. Alfea, la residencia ancestral de los Bridge, se llenaría hasta los topes de jóvenes candidatas, cada cual más encantadora y más cabeza hueca que la otra. Para mantener las cosas compensadas, Lady Bridge había tenido que invitar también a una buena cantidad de caballeros, cierto, pero ninguno era tan rico o tan influyente como sus propios hijos, a excepción de unos pocos que ya estaban casados.

Su madre, pensó Brandon atribulado, no era famosa por su sutileza. Al menos no en lo referente al bienestar (su definición de "bienestar", por supuesto) de sus hijos.

No le había sorprendido ver que también se había envíado invitación a las Solein. Su madre había mencionado –varias veces– lo bien que le caía la duquesa Solein. Y se había visto obligado a escuchar demasiadas veces la teoría de que los buenos padres dan buenos hijos como para no saber que quería decir con eso. También había invitado a los Kiris.
De hecho sintió una especie de satisfacción resignada al ver el nombre de Diáspora en la lista. Estaba ansioso por proponerle matrimonio y acabar con todo aquello. Aunque también sentía cierta inquietud por lo que había sucedido con Stella, pero daba la impresión de que ahora poco podía hacer, no iba a disculparse. Y tampoco echaría a perder su futuro compromiso a menos de que quisiera pasar las molestias de encontrar otra posible novia.

Algo que no deseaba. Una vez que había tomado una decisión –en este caso, casarse por fin–, no veía motivo en demorarse con noviazgos y devaneos. La falta de decisión era para quienes tenían más tiempo para vivir la vida. Era cierto que Brandon había evitado la trampa del párroco durante casi una década, pero ahora, habiendo decidido que ya era hora de buscarse una esposa, parecía tener poco sentido entretenerse.

Casarse, procrear y morir. Esa era la vida del noble inglés, incluso para quienes no tenían un padre y un tío que habían caído muertos de manera inesperada en la edad de treinta y ocho y treinta y cuatro años, respectivamente.

Estaba claro que lo único que él podía hacer a estas alturas era evitar a Stella Solein.
Probablemente también fuera apropiada alguna disculpa. No sería fácil, ya que lo último que quería era humillarse ante aquella mujer, pero los susurros de su conciencia se habían transformado en un estruendo amortiguado. Sabía que ella merecía oír las palabras lo siento.

De buen seguro se merecía algo más, pero Brandon no tenía deseos de considerar el qué. Por no mencionar que, a menos que fuese a hablar con ella, lo más probable era que cuando Sky regresara, ahora sería él quien le diera una paliza.

Estaba claro que había llegado el momento de pasar a la acción. Si existía un sitio romántico para una petición de mano, ese era Alfea. Construido a principios del siglo XVIII con una cálida piedra amarillenta, estaba cómodamente ubicado sobre un gran pasto verde, rodeado de sesenta acres de parque, de los cuales diez eran jardines floridos. A lo largo del verano, el jardín se llenaba de rosas, pero ahora los terrenos estaban alfombrados de jacintos y brillantes tulipanes que su madre había mandado a importar de Holanda.

Brandon miró por la ventana desde el otro lado de la habitación. Los viejos olmos se alzaban majestuosos en torno a la casa y daban sombra a la calzada. Y le gustaba pensar que con ellos la casa solariega parecía entregarse en la naturaleza, en vez de asemejarse a las típicas residencias campestres de la aristocracia: monumentos artificiales a la riqueza, la posición y el poder. Había varios estanques, un arroyo e incontables colinas y depresiones, cada una de ellas con sus recuerdos especiales de la infancia.

Los BridgeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora