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Era un poco más tarde de medianoche y todos los invitados por algún motivo (seguían los horarios del campo en cierto modo) se habían ido a la cama, pero Brandon seguía en su estudio tamborileando con sus dedos sobre el borde de su escritorio al ritmo de la lluvia que golpeaba la ventana.

De vez en cuando, un relámpago iluminaba la habitación con un destello brillante y cada trueno era tan ruidoso e inesperado que daba un brinco en su silla.

Dios, le encantaban las tormentas. Era difícil saber por qué, tal vez solo era la prueba del poder de la naturaleza sobre el hombre, tal vez era la energía pura de la luz y el sonido que retumbaba a su alrededor, fuera lo que fuera, hacía que se sintiera vivo.

No estaba especialmente cansado cuando su madre sugirió que todos se retiraran a descansar, por lo tanto le pareció una tontería no aprovechar estos pocos momentos de soledad para revisar los libros de Alfea que su administrador le había dejado. Dios sabía que su madre iba a tenerle al día siguiente ocupado cada minuto con actividades en las que también participarían candidatas al matrimonio. Pero tras una hora de concienzudas comprobaciones con golpecitos de la punta seca de la pluma contra cada número del libro de contabilidad, mientras él sumaba, restaba, multiplicaba y dividía, sus párpados empezaron a caerse.

Había sido un día largo, admitió mientras cerraba el libro y dejaba un pedazo de papel para marcar el sitio.

Había pasado buena parte de la mañana visitando a arrendatarios e inspeccionando edificios; una familia necesitaba que le repararan la puerta, otra tenía problemas para recoger las cosechas y pagar la renta debido a la pierna rota del padre. Brandon había oído disputas e intentado proponer una solución, había admirado bebés recién nacidos e incluso había ayudado a arreglar un techo con goteras. Todo formaba parte de su posición de terrateniente y a él le gustaba, pero era cansado.

La partida de palamallo había sido un interludio grato, pero en cuanto regresó a la casa se había visto sumergido en el papel de anfitrión de la fiesta de su madre, lo cual había sido casi tan agotador como las visitas a los arrendatarios, Miele apenas tenía doce y estaba claro que hacía falta que alguien la vigilara un poco, aquella lagarta de Amentia había estado atormentando a la pobre musa y alguien tenía que hacer algo al respecto.

Y luego estaba Stella Solein.
La pesadilla de su existencia.
Y el objeto de todos sus deseos. Todo al mismo tiempo.

Vaya barullo, se suponía que estaba cortejando a nada más y nada menos que a diáspora, la belleza de la temporada, preciosa sin comparación, dulce y generosa e incluso serena. Y en su lugar no podía dejar de pensar en Stella.

Stella por la que por mucho que le enfureciera, no podía evitar sentir un gran respeto, ¿cómo podía evitar admirar a alguien que se aferraba tanto a sus convicciones? y Brandon debía admitir que el núcleo de sus convicciones (la devoción a su familia) era el principio que ella respetaba por encima de todos.

Con un bostezo se levantó de detrás del escritorio y estiró los brazos. Sin duda ya era hora de irse a la cama, con un poco de suerte se quedaría dormido en el momento en que su cabeza se apoyara la almohada.
Lo último quería era encontrarse contemplando el techo pensando en Stella y de todo lo que quería hacerle a Stella.

Brandon tomó una vela y salió al pasillo vacío, había algo reposado e intrigante en una casa en silencio. Pese a que la lluvia golpeaba contra los muros, podía oír cada chasquido de sus botas sobre el suelo.

Tacón, punta, tacón, punta y a excepción de cuando un relámpago iluminaba el cielo, su vela proporcionaba la única iluminación. Disfrutaba bastante agitando la llama a un lado y a otro observando el juego de sombras contra los muros y los muebles, era una sensación bastante peculiar de control.

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