Si quisiera, pero no tengo...

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La clase estaba por terminar. Mientras el maestro daba sus últimas indicaciones, yo estaba inmersa en una conversación con mi amiga. Todo parecía normal, hasta que sentí que mi Zorreador se levantaba de su mesabanco. Fue un sexto sentido. Sabía que algo venía. Traté de ignorar la sensación por un momento, pero mi intuición no me falló.

Con pasos seguros, se acercó a nosotras. Mi amiga, ocupada en nuestra charla, no se percató al principio, pero cuando él se plantó frente a nosotras con esa mezcla de seguridad y nerviosismo, su presencia se hizo imposible de ignorar. Ahí estaba él, mi precioso zorreador, con su sonrisa encantadora, esos ojos que podían convencerte de casi cualquier cosa, y una energía que llenaba el aire.

—¿Quieren apoyar mi fundación? preguntó, su tono amable, pero con ese toque de urgencia que indicaba que esto no era solo un capricho pasajero.

Nos quedamos un poco confundidas. Mi amiga, pensando que era algún tipo de proyecto escolar, lo miró con interés, esperando que mencionara las candidaturas o algún otro tema relacionado con la escuela. Pero no, su propuesta era diferente, más personal.

—Es para "la Fundación Panza y (su Nombre)" —agregó, con una mezcla de orgullo y picardía.

"¿Una fundación?", pensé. Pero entonces, rápidamente entendí: no se trataba de una fundación real, al menos no como las que yo apoyaba con mis perritos y campañas de rescate. Mi zorreador necesitaba dinero, para él, para algo tan sencillo como una torta. Una pequeña parte de mí quiso reír, porque la seriedad con la que lo pedía era adorable. Pero otra parte, más grande, sintió el peso de la situación.

Mi amiga, siempre directa y sin rodeos, respondió antes de que yo pudiera procesar la escena.

—No —dijo firmemente.

Mi corazón dio un pequeño salto. Yo no podía ser tan tajante. Cuando él me miró con esos ojos llenos de esperanza, buscando una respuesta distinta, apenas pude balbucear.

—No traigo dinero —le dije, intentando mantener la compostura.

En ese momento, él cambió su estrategia. Su mirada se suavizó y, con un puchero que hubiera derretido a cualquiera, me suplicó:

—Ándaleee, quiero comprar una torta, por favor.

Ese simple "por favor", acompañado de su expresión de niño necesitado, me atrapó por completo. Lo siguiente que salió de mi boca no fue algo que yo hubiera decidido conscientemente. Era como si él hubiera tomado control de mis palabras. Me vi diciendo cosas sin pensarlo demasiado, una mezcla de culpa y ganas de ayudar.

—Sí quisiera, pero no tengodije, sintiéndome acorralada entre querer ayudar y no tener cómo hacerlo.

Fue entonces cuando noté un cambio en su expresión. No estaba decepcionado. No. Más bien, un brillo de celos traviesos apareció en sus ojos. Se cruzó de brazos y, con una mezcla de broma y reproche, me lanzó:

Ahh, pero no fueran los perros...

Sus palabras me dejaron helada. No eran solo un comentario al aire, estaban llenas de ese toque celoso que había sentido antes. Sabía cuánto significaban para mí los animales, cuánto me esforzaba en las campañas de esterilización y rescate. Sabía que siempre encontraba la manera de ayudar a mis perritos, incluso cuando las cosas estaban difíciles. Y ahí estaba, usándolo en mi contra, como si mi devoción por ellos le hiciera sentir en segundo plano, desplazado.

Se quedó un momento más, recargado en mi mesa, mirándome con esos ojos que, aunque estaban medio en broma, también ocultaban algo más.

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