Un sueño que dolió despertar

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Esa noche soñé con él. Estábamos en la escuela, pero todo era diferente. No en el sentido de los muros o los pasillos, sino en la forma en que nos relacionábamos. Era como si el tiempo se hubiera detenido y volviera a ser el mismo de antes. Mi Zorreador, el que yo conocía y amaba, estaba a mi lado, y no me ignoraba. Nos hablábamos con la confianza y la cercanía que habíamos perdido, como si todas las heridas y silencios no existieran. Recuerdo su sonrisa, la misma que tantas veces me había derretido, y el sonido de su risa, clara y sincera, resonando en mis oídos como conocida. Me miraba a los ojos y sentía esa conexión de antaño, cuando todo era más sencillo entre nosotros, cuando las palabras no faltaban y los gestos no dolían.

Nos jugueteábamos, como solíamos hacerlo, con pequeños empujones y bromas, sin preocuparse por las miradas de los demás. Cada gesto suyo era tan real, tan tangible, que casi podía sentir su piel rozar la mía. Podía percibir su calor, como si nuestro vínculo jamás se hubiera roto. Era como si el mundo se desvaneciera a nuestro alrededor y solo existiéramos él y yo. Todo parecía tan perfecto que por un momento olvidé que era un sueño. Mi mente me llevó a un lugar donde el dolor y la distancia no tenían cabida, donde su indiferencia nunca había existido, y donde mi corazón aún latía al mismo ritmo que el suyo.

Pero en lo más profundo de mí, algo sabía que no era real. Mi conciencia, esa parte de mí que nunca se apaga del todo, estaba pegada a la realidad. Era como si, incluso dentro de mi sueño, supiera que esa cercanía era solo una ilusión. Y aunque quise quedarme en ese momento para siempre, algo dentro de mí me arrastraba de vuelta a la verdad, al presente que tanto dolía.

Desperté de golpe, con la garganta seca y el corazón latiendo rápido. Miré el reloj: 3:41 de la madrugada. Todo estaba oscuro y en silencio, pero mi mente seguía atrapada en el sueño, y una sensación de vacío me invadió. Sentía como si algo me faltara, como si me hubieran arrancado una parte de mí misma al despertar. Me quedé allí, en la oscuridad, con el pecho oprimido y unas ganas inmensas de llorar. Quise aferrarme a ese sueño, a ese momento en el que todo había vuelto a ser como antes, pero la realidad era cruel. El dolor de lo que estaba pasando con mi Zorreador me golpeó con más fuerza que nunca.

Lo amaba tanto, más de lo que alguna vez le había confesado, y verlo tratarme de esa forma, tan fría, tan distante, me desgarraba. Cada día se alejaba más, prefiriendo la compañía de otras personas, de quienes ni siquiera eran tan agradables o cercanas a él. ¿Por qué a ellas y no a mí? Esa pregunta me atormentaba constantemente. Me dolía más de lo que podía soportar verlo reír y compartir con otros, mientras que conmigo apenas intercambiaba una palabra, como si todo lo que alguna vez habíamos sido no importara. Yo había sido su amiga, su confidente, su refugio, y ahora me encontraba sola en medio de un vacío que él había dejado.

Pero no podía mostrar lo que sentía. No podía permitirme ser vulnerable frente a él o frente a los demás. Así que fingía. Día tras día, me colocaba una sonrisa en el rostro, actuaba como si todo estuviera bien. Me esforzaba por mantenerme fuerte, por no dejar que nadie viera lo rota que estaba por dentro. Aunque en el fondo, me estaba muriendo de amor por él, de ese amor que no podía desaparecer, incluso cuando él me trataba con tanta indiferencia. Era una tortura diaria, tener que fingir que no me importaba, cuando en realidad, cada pequeño gesto suyo me hacía pedazos.

Me dolía su frialdad, su distancia, pero más me dolía lo que yo sentía por él. Porque a pesar de todo, de cómo me hacía sentir invisible, de cómo prefería la compañía de otros, yo seguía amándolo. Y eso era lo que más me lastimaba, porque sabía que, en algún rincón de su corazón, él aún me recordaba, pero ya no de la forma en que yo lo hacía. Él seguía adelante, mientras que yo me quedaba atrapada en este ciclo de dolor y fingimiento, en esta lucha constante entre lo que sentía y lo que debía mostrar.

Esa noche, mientras me acurrucaba en la cama, con la cabeza llena de recuerdos y el corazón lleno de tristeza, me pregunté si algún día las cosas volverían a ser como antes. Si alguna vez volvería a ver su sonrisa dirigida a mí, si alguna vez volveríamos a ser los de antes. Pero en el fondo, sabía que esas preguntas no tenían respuesta, y que quizás nunca la tendrían.

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