Capitulo 23

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Luciana

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Luciana

El día amaneció gris y lluvioso, como si el cielo supiera que era mi último día en esta tierra que se había convertido en mi hogar. Me desperté antes de que sonara la alarma, con el corazón latiendo fuerte en mi pecho. Hoy era el día. El día de irme a España en busca de mi sueño, el día de dejar atrás todo lo que había llegado a amar en estos meses. Me senté en la cama, abrazando mis rodillas mientras observaba las gotas de lluvia resbalar por la ventana. El nudo en mi garganta se apretó. ¿Cómo podía estar tan emocionada y tan aterrada al mismo tiempo? Respiré hondo, intentando calmar el torbellino de emociones que me sacudía por dentro.

Con movimientos lentos, casi rituales, me levanté y comencé a vestirme. Cada prenda que me ponía parecía un paso más cerca de mi partida. Me miré en el espejo: ojos hinchados, mejillas pálidas. Intenté sonreír, recordándome que esto era lo que siempre había querido. Pero la sonrisa tembló y se desvaneció. Bajé a desayunar, el olor a café recién hecho y pan tostado llenaba la cocina. Maia ya estaba allí, removiendo su taza distraídamente. Nuestras miradas se cruzaron y no hicieron falta palabras. Ella también se iba hoy, de vuelta a Florida. Nos abrazamos en silencio, compartiendo el peso de la despedida.

Emiliano entró, sus ojos recorriendo la cocina como si quisiera grabar cada detalle en su memoria. —¿Listas, chicas? —, preguntó con voz ronca. Asentimos, incapaces de hablar.

Antes de irnos, fui a despedirme de la abuela Tata. La encontré en su habitación, sentada junto a la ventana, sus manos arrugadas sosteniendo una vieja foto mía.

— Abuela...—, susurré.

Ella se volvió, sus ojos brillantes de lágrimas contenidas. — Mi niña valiente—,  dijo, extendiendo sus brazos hacia mí.

Me arrodillé frente a ella, hundiendo mi rostro en su regazo como cuando era pequeña. Sus manos acariciaron mi cabello con ternura.

— Estoy tan orgullosa de ti, Luciana— murmuró. — Vas a conquistar el mundo, ya lo verás. —

Levanté la mirada, las lágrimas corriendo libremente por mis mejillas. — Tengo miedo, abuela. ¿Y si no soy lo suficientemente buena?—

Ella tomó mi rostro entre sus manos. — Escúchame bien: llevas el océano en tu sangre y la fuerza de nuestra familia en tu corazón. No hay ola que no puedas surfear, ni desafío que no puedas superar. —

—Te voy a extrañar tanto—, sollocé.

— Y yo a ti, mi pequeña. Pero estaré contigo en cada ola que montes, en cada atardecer que veas. Promete que me llamarás.—

— Todos los días. — juré, abrazándola con fuerza.

Salí de la habitación con el corazón pesado pero fortalecido por sus palabras.

Nuestra siguiente parada fue la tienda de Dulce. El aroma a incienso y hierbas me envolvió al entrar, tan familiar y reconfortante. Dulce me esperaba, su rostro sereno pero sus ojos brillantes de emoción. Me abrazó fuerte y luego me tomó de las manos.

Hasta el último atardecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora