Capitulo 5

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Emiliano

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Emiliano

El cielo apenas comenzaba a teñirse de rosa cuando salí a correr por la playa. La brisa marina revolvía mi cabello mientras mis pies se hundían en la arena húmeda, dejando huellas que el mar pronto borraría. Tamarindo despertaba lentamente, y yo con ella. El ritmo de mis pasos se sincronizaba con el vaivén de las olas, creando una melodía que solo yo podía escuchar. Mis pensamientos, sin embargo, no estaban en sintonía con la calma de la mañana. Vagaban hacia el encuentro de ayer. Luciana. Su nombre resonaba en mi mente como las olas en la orilla. Había algo en ella, una mezcla de vulnerabilidad y fuerza que me intrigaba. La forma en que sus ojos brillaban al hablar de fotografía, su risa suave cuando compartimos anécdotas de surf... Era como si hubiera traído consigo una brisa fresca a mi rutinaria vida en Tamarindo.

Sacudí la cabeza, intentando concentrarme en mi rutina. El sudor empezaba a perlar mi frente, y mis músculos se quejaban del esfuerzo. Pero me sentía vivo, más despierto de lo que me había sentido en mucho tiempo. ¿Era posible que un breve encuentro pudiera tener tal efecto?

Al pasar frente a la tienda de la abuela, no pude evitar ralentizar el paso, esperando ver un destello de su cabello oscuro. La tienda aún estaba cerrada, las cortinas echadas, pero pude ver movimiento en el interior.

—¡Emiliano! —la voz de la abuela Dulce me sacó de mis pensamientos. Apareció en la puerta, con su delantal ya puesto y una sonrisa cálida en su rostro arrugado—. ¿Ya desayunaste, mi niño?

Entré en la tienda, dejando que el familiar aroma a frutas tropicales me envolviera. Era un olor que me transportaba a mi infancia, a largas tardes ayudando a la abuela a organizar los estantes.

—Buenos días, abuela. Aún no, salí a correr temprano.

—Siéntate, te prepararé algo —dijo, dirigiéndose a la pequeña cocina trasera—. ¿Y qué te pareció Luciana? Es una chica encantadora, ¿verdad?

Sentí un calor subir por mis mejillas, agradecido de que la abuela estuviera de espaldas y no pudiera verme. —Es... interesante. Parece estar buscando algo.

—Todos buscamos algo, mi niño —respondió la abuela con una sonrisa enigmática mientras colocaba un plato de gallo pinto frente a mí—. A veces, lo que buscamos está más cerca de lo que creemos.

Mientras desayunaba, mi mente divagaba. El sabor familiar del plato típico costarricense contrastaba con los pensamientos nuevos que bullían en mi cabeza. ¿Volvería a ver a Luciana hoy? ¿Debería buscarla? La idea de otro encuentro me llenaba de una emoción que no había sentido en mucho tiempo.

—Emiliano —la voz de la abuela me trajo de vuelta—. Te veo distraído. ¿Qué pasa por esa cabeza tuya?

Dudé un momento antes de responder. —Abuela, ¿crees en las conexiones instantáneas? ¿En conocer a alguien y sentir que... que podría ser importante en tu vida?

La abuela Dulce me miró con ternura, sus ojos brillando con sabiduría. —Claro que sí, mi niño. Así conocí a tu abuelo. A veces, el universo pone a las personas en nuestro camino por una razón.

—Pero apenas la conozco —protesté débilmente.

—Y por eso debes conocerla más —respondió la abuela con firmeza—. Recuerda que la vida nos presenta oportunidades. Está en nosotros aprovecharlas.

Asentí, comprendiendo el significado tras sus palabras. Quizás era hora de tomar una oportunidad, de arriesgarme a conocer a alguien nuevo. De permitirme sentir algo que había estado evitando desde hace mucho.

Terminé mi desayuno y ayudé a la abuela a abrir la tienda. Mientras acomodaba algunos recuerdos en los estantes, no pude evitar pensar en cómo se verían a través de la cámara de Luciana. ¿Qué historias vería ella en estos objetos cotidianos?

Salí de la tienda con una nueva determinación. Tamarindo se extendía ante mí, llena de posibilidades. El sol ya estaba alto en el cielo, bañando el pueblo con su luz dorada. Las calles comenzaban a llenarse de vida: turistas madrugadores en busca de desayuno, locales abriendo sus negocios, surfistas dirigiéndose a la playa con sus tablas bajo el brazo.

Me dirigí hacia la playa, sintiendo que allí la encontraría. Algo me decía que estaría capturando la belleza de Tamarindo a través de su lente. Y esta vez, estaba decidido a conocer más sobre la misteriosa fotógrafa que había captado mi atención.

La playa estaba relativamente tranquila a esta hora. Algunos corredores, como yo más temprano, dejaban sus huellas en la arena. Un par de surfistas ya estaban en el agua, aprovechando las primeras olas del día. Y allí, cerca de las rocas, vi una figura solitaria con una cámara.

Mi corazón dio un vuelco. Era ella. Luciana estaba de pie, su cabello oscuro ondeando con la brisa, completamente absorta en su tarea. La observé por un momento, fascinado por la forma en que se movía, buscando el ángulo perfecto, completamente en sintonía con su entorno.

Respiré hondo y comencé a caminar hacia ella. No sabía exactamente qué iba a decir, pero sabía que tenía que hablarle. Mientras me acercaba, ella bajó su cámara y se giró, como si hubiera sentido mi presencia.

Nuestros ojos se encontraron y una sonrisa se dibujó en su rostro. En ese momento, supe que la abuela tenía razón. Algunas oportunidades simplemente no se pueden dejar pasar.

—Buenos días, Luciana —dije, mi voz más suave de lo que pretendía—. ¿Capturando la magia de Tamarindo?

Su sonrisa se ensanchó. —Buenos días, Emiliano. Sí, intentándolo al menos. Este lugar tiene tanta belleza que a veces es abrumador.

—Tal vez... —dudé por un momento antes de continuar— tal vez podrías mostrarme cómo lo ves a través de tu lente. Y yo podría mostrarte algunos rincones secretos de Tamarindo que pocos conocen.

Luciana me miró, una chispa de interés en sus ojos. —Me encantaría —respondió.

Y así, bajo el sol de la mañana en Tamarindo, comenzamos a caminar juntos por la playa, listos para descubrir no solo los secretos del pueblo, sino tal vez también los nuestros.

Hasta el último atardecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora