Capitulo 29

4 3 0
                                    


Emiliano

Las festividades navideñas estaban a la vuelta de la esquina y el clima en Costa Rica se había templado, con una brisa fresca que recorría el pueblo y anunciaba la llegada de diciembre. La tienda estaba decorada con luces y adornos navideños, y la atmósfera estaba impregnada del espíritu festivo. Mi abuela Dulce y yo habíamos pasado la mañana preparando todo para la llegada de los clientes que, con la cercanía de las fiestas, parecían más numerosos y entusiasmados que nunca.

A media mañana, mientras organizaba unos productos en los estantes, la campanilla de la puerta sonó y un rostro familiar entró en la tienda: era Mateo, mi amigo de la infancia, quien había regresado por sorpresa para pasar las navidades en el pueblo. No lo veía desde que se había mudado a los Estados Unidos hace más de una década.

—¡Mateo! —exclamé, sorprendido y feliz—. ¿Qué haces aquí?

—¡Emiliano! —respondió él, sonriendo—. He vuelto para pasar las navidades en casa. ¿Tienes un momento para ponernos al día?

Dulce, al ver la sorpresa en mi rostro, me dio permiso para tomar un descanso y salir con Mateo. Caminamos por el pueblo, disfrutando de la decoración navideña y la atmósfera festiva. Conversamos sobre todo lo que había pasado en nuestras vidas desde la última vez que nos vimos: su vida en Estados Unidos, sus aventuras y desafíos.

—Y tú, ¿cómo has estado? —preguntó Mateo, genuinamente interesado.

—La vida aquí ha sido tranquila —respondí—. Conocí a alguien especial hace unos meses, pero se ha ido a estudiar a España. Aunque hablamos todos los días, es difícil no tenerla cerca.

—Entiendo —dijo Mateo, mientras paseábamos por las calles decoradas con luces navideñas—. Pero parece que estás manejándolo bien. ¿Qué tal la tienda?

—La tienda va bien. Estoy ayudando a mi abuela y cuidando de todo. Es mucho trabajo, pero lo disfruto.

Después de un rato, regresamos a la tienda donde Dulce nos esperaba con una sonrisa y unos tamales frescos que había preparado para la ocasión. Nos sentamos a comer y compartir más historias, riendo y disfrutando de la compañía.

Esa noche, mi abuela Dulce decidió organizar una cena especial para celebrar el regreso de Mateo y el espíritu navideño. Invitamos a Tata, la abuela de Luciana, y a algunos amigos cercanos. La casa se llenó de risas y conversación mientras todos ayudaban a preparar la comida. Dulce y yo habíamos cocinado un menú típico costarricense: arroz con pollo, ensalada rusa, y para el postre, tamal de elote y tres leches.

—Esto huele delicioso —dijo Mateo, asomándose a la cocina—. Extrañaba la comida de aquí.

—Nada como la cocina de Dulce para traer recuerdos —respondí, sirviendo los platos.

La mesa estaba llena de colores y sabores, y todos disfrutamos de la comida mientras compartíamos historias y recuerdos. Dulce y Tata se rieron al recordar anécdotas de su juventud, y yo me sentí agradecido por tener a mi familia y amigos cerca. Después de la cena, decidimos dar un paseo por el pueblo para disfrutar de las luces navideñas. Las calles estaban iluminadas con luces de colores y los sonidos de villancicos llenaban el aire. Luciana y yo solíamos hacer este recorrido juntos, y aunque la extrañaba, me sentía feliz de compartir este momento con mis seres queridos.

—Mira qué hermosa está la plaza —dijo Dulce, señalando el gran árbol de Navidad en el centro del pueblo.

—Es espectacular —respondí, sacando mi cámara para capturar el momento.

Al regresar a casa, me recosté en mi cama y reflexioné sobre el día. La visita de Mateo había traído un soplo de aire fresco a mi rutina y me recordó la importancia de valorar los momentos con las personas que amamos. Aunque extrañaba a Luciana, sabía que estos momentos en familia eran igualmente valiosos.

Tomé mi teléfono y le envié una foto de las luces navideñas aquí en Tamarindo y un mensaje a Luciana, contándole sobre la sorpresa de Mateo y la cena con Dulce y Tata. Sabía que, aunque estábamos lejos, nuestras vidas seguían conectadas por los pequeños detalles que compartíamos. Esa noche, mientras el sonido del mar y el susurro de la brisa navideña llenaban el aire, me quedé dormido con una sonrisa. La vida en el pueblo, con sus ritmos tranquilos y sus sorpresas inesperadas, me recordaba que, a pesar de la distancia, siempre hay razones para sentirse agradecido y feliz.

Hasta el último atardecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora