El séptimo Verano

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La Amaru de catorce años era muy distinta a la de trece que se despidió de Gonzalo una tarde de verano. Había crecido en altura y las formas de su cuerpo se atisbaban bajo la ropa sencilla que utilizaba. A Gonzalo aquello no le pasaba desapercibido, pero trató de que eso no influyera en su relación de amistad. Su abuelo le había hablado claro: no quería problemas y le había hecho prometer que no pasaría nada con la chica indígena con la que jugaba.

—Ya no son unos niños y no quiero problemas con la gente de la tribu. Ella no es una más con la que puedes solo jugar, ¿comprendes?

—Sí, abuelo... además para mí es como una hermana...

—Sí, sí... claro —respondió poco convencido.

Cuando Gonzalo le preguntó cómo iba en la escuela ella le respondió que bien, pero que los chicos seguían como siempre, solo que ya se había acostumbrado.

—Ahora me dicen que ya debería quedarme en mi pueblo para tener muchos hijos como las mujeres de mi tribu —comentó—, no les hago caso, no tiene sentido.

—Me parece bien, no saben nada de tu tribu y solo repiten sin saber lo que dicen.

—La maestra Julia y yo solemos hablar mucho, ella me pregunta sobre mi futuro y lo que deseo ser, también solemos hablar de las diferencias culturales. Ella piensa que hay gente muy cerrada que no es capaz de comprender que las realidades son distintas de acuerdo con las culturas en las que nacemos, que las cosas no están bien o mal solo porque uno lo vea así desde su forma de vida, sino que puede haber otros matices dentro de otras realidades, pero que las chicas como Laura, Perla y Carolina solo piensan en ellas y en su realidad, por eso juzgan. Me ha dicho que me encontraré muchas veces con esa clase de gente a lo largo de la vida y que no debo hacerles caso... Yo le dije que tú nunca me juzgabas ni a mí ni a mi pueblo. Ella me dijo que esa es la clase de amistad a la que debo aspirar.

—Muy bien, me alegro de que haya una maestra con la que puedas hablar —dijo él y sonrió—. La gente ignorante se burla de lo que no sabe o no conoce —añadió.

Otra tarde de ese mismo verano, él decidió preguntarle algo que le asustaba.

—¿Estás saliendo con alguien?

—Si a lo que te refieres es si alguien ha pedido por mí, no te preocupes, aún nadie lo ha hecho. Mi padre tiene algunas ideas, pero yo no quiero aún y se lo he dejado en claro. Todavía no sé qué voy a hacer y quiero terminar la escuela antes.

—Me parece bien —susurró él—. ¿Te ves unida a alguien de esa manera? —preguntó—. Se me hace muy raro...

—No, no me veo así aún, pero no es raro para mí...

—Supongo... No puedo evitar pensar que es bastante machista la idea de casarte solo para tener hijos...

—No es machismo, Gonza —explicó la muchacha—, es solo la manera en la que vemos el mundo. Los hombres y las mujeres somos distintos y los dos tenemos un lugar en el universo, así es como lo vemos nosotros. Somos una comunidad que cada vez es más pequeña, necesitamos seguir unidos y para eso se requiere de una familia, niños que se conviertan en el mañana de la tribu. Nuestra cultura se transmite de generación en generación y se basa en las pequeñas comunidades familiares. No se trata más que de cumplir roles para llegar a objetivos que serán provechosos para toda la comunidad.

—Es que eso me parece muy egoísta... Tener que sacrificar tu vida por el resto es algo que no alcanzo a comprender —respondió él.

Desde que se habían hecho más grandes siempre compartían sus ideas con respecto a sus culturas, pero siempre desde el respeto y la curiosidad.

El verano que derritió tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora