Cuando entro a la ducha y me meto bajo el agua, suspiro profundo. Siento que todo el interior me tiembla en anticipación y que el miedo pelea con las ansias una lucha dentro de mí.
Decido tratar de calmarme y me concentro en el agua que recorre mi piel. Mi mente comienza a divagar.
Cuando era pequeña asumí que el sexo era un ritual más. Todo en la tribu se trata de rituales. Hay uno cuando nace un niño o cuando muere una persona, hay otro cuando cumples años o cuando te conviertes en adolescente. Hay otros para infinidades de situaciones, y el sexo no quedaba exento de ello.
Es un ritual de apareamiento que lo hacen todas las especies con el fin de procrearse. Lo vemos desde niños en los animales y lo consideramos algo normal, cuando entramos en la pubertad nos lo explican detalladamente y somos conscientes de que es algo que sucederá para que la tribu pueda seguir creciendo. Es bonanza, es fertilidad, es esperanza.
Me hablaron de placer, pero no con la concepción de los occidentales, sino como un extra que podía surgir o no, y que si surgía era bueno. El placer para mi tribu no es primordial, lo primordial es el rito de la concepción y para ello el hombre tiene una función y la mujer otra, esas funciones vienen dadas por la biología.
Cuando comencé a leer libros y a ver películas del mundo de los blancos comprendí que el sexo para ellos era parte del amor. Era una expresión de amor, una entrega al otro en señal de darle lo más preciado de uno mismo: su cuerpo.
Para ellos, el deseo era fundamental por encima del fin de la procreación y eso lo comprendí más adelante cuando entré a la universidad. Para mis compañeros el sexo era un intercambio más dentro de una relación, no tenía ninguna importancia sobrenatural ni era algo que se hacía solo con quien amabas. Podías hacerlo por amor o solo por deseo, como si fuera una necesidad biológica, como tomar agua o ir al baño. Yo no lo comprendía, uno no se muere si no tiene sexo, sí si no toma agua, pero acepté su manera de pensar y escuché sus historias de sexo casual entre desconocidos.
Para mí eso era como volver a ser un poco animales... ellos sí que no controlan sus instintos, pero los humanos deberíamos poder hacerlo, ¿no?
Aun así me dejé llevar cuando comencé a salir con un chico, pensé que si iba a estar en una relación como la entendían los blancos, debía compartir sus reglas, así que procedimos al sexo. Para mí no significó mucho más allá de comprender cómo funciona el cuerpo humano cuando está excitado.
Siempre he sido muy analítica en lo que respecta al ser humano, quizá porque me gusta la ciencia o quizá porque quiero entender mejor las diferencias culturales. No lo sé bien.
Llegué entonces a la conclusión de que eso no era para mí. El placer en sí mismo como motivador para el sexo no me resulta suficiente, pero sí me gustaba el placer como condimento del amor, como en los libros de romance o en las películas.
Me gustaba la idea de compartir con ese alguien especial todo lo que eres, incluyendo lo más íntimo de tu cuerpo. Pero sucede que el mundo occidental actual comprende el placer como una necesidad básica, por lo que es válido usar el cuerpo del otro para generarse placer incluso aunque el otro no lo sienta. Eso me parecía horrible y egoísta. Me gusta la idea de brindar y recibir placer como parte del lenguaje del amor.
Mónica dice que así somos las personas románticas, que ella me comprende porque piensa igual, pero que hoy en día eso no es tan normal.
Entonces decidí dejar de lado todo eso y acepté lo que siempre repetía un profesor de psicología. Que somos lo que creemos. Eso explica las diferencias culturales y las distintas maneras de ver el mundo que tienen las personas de acuerdo con dónde nacen.
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El verano que derritió tu corazón
Roman d'amourUn verano para conocerse, Ocho veranos para enamorarse, Muchos veranos para odiarse, Y un último verano para reencontrarse. Amaru y Gonzalo son como el agua y el aceite, a simple vista no tienen nada en común más que el amor por la naturaleza y por...