Capítulo 26. Gonzalo

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Pienso que Amaru tiene una coraza, como ella misma lo ha dicho, su corazón está congelado. Quizá sea la consecuencia de haberse protegido tanto, pero siento que cuando logro llegar al centro, ella se repliega.

Mi intención no era que se enfadara por lo que hablamos, solo comentarle las posibilidades que tendría si decidiera quedarse en el pueblo, pero se enfadó y ahora apenas me habla. Está de pie frente al mar lista para partir de regreso al pueblo.

—Tenemos que partir ya, Gonzalo, o nos tomará la tormenta por el camino.

Una nube gris y densa se levanta ante nosotros y se puede sentir en el ambiente la presión de una próxima tormenta. Los dos sabemos que no ha llovido en meses y que todo ese calor desembocará en una tormenta de verano fuerte y peligrosa.

—No va a llover hasta la tarde —La tranquilizo, pero ella niega.

—Lloverá en poco tiempo —asegura con la vista perdida en las nubes.

No le discuto y termino de preparar la camioneta, nos subimos a ella y partimos.

—Ha sido refrescante el viaje —dice con la vista perdida en la ventanilla.

—¿Incluso aunque hayas acabado enfadada?

—No estoy enfadada.

—Mientes.

—¿Crees que sabes todo de mí? —responde a la defensiva.

—No, de hecho, creo que no sé muchas cosas, pero sí sé que estás enfadada. Tienes esas arruguitas en la frente que solo se te forman cuando te enfadas —digo sin mirarla, con la vista en la carretera.

Ella no dice nada.

Manejamos un buen trecho en silencio hasta que ella lo rompe.

—No es que no quiera volver, solo deseo asegurarme de que es la decisión correcta en esta etapa de mi vida. Me gusta el campo y quiero ayudar a mi gente, pero también me gusta la persona que soy en el hospital, con mis compañeros, con los pacientes... Me gusta la libertad que tengo en la ciudad, allí no debo regirme por los cánones de mi tribu...

—¿Es eso? —inquiero y suspira.

—Sigo siendo parte de ellos, Gonza, pero ya no pienso ni comulgo con todas sus ideas... La ciudad es un espacio neutro.

No respondo, la comprendo.

—Voy a quedarme hasta la inauguración de la escuela, luego debo regresar porque mi tiempo con la ONG ha terminado y debo reportarme en el hospital. Pero vendré, todos los fines de semana o los días que tenga libre. No es definitivo, solo hasta saber lo que busco, quién soy, a dónde voy... qué es lo que quiero en realidad.

—Me parece bien y lo respeto —asiento—. ¿Puedo ir a visitarte cuando voy por la ciudad?

—Puedes —responde.

En ese momento unas gotas gordas caen sobre el parabrisas.

—Te dije que llovería pronto, tenemos que llegar antes de que la tormenta nos impida seguir.

—No te preocupes, ya he manejado con tormentas similares.

—No, esta será grande —afirma—, esta zona tiene árboles y es peligroso.

—Tranquila, confía en mí —insisto y coloco mi mano sobre su rodilla.

Ella observa mi mano y luego me mira, pero no dice nada.

Media hora después llueve a cántaros, apenas logro ver con el limpiaparabrisas funcionando a máxima velocidad.

—Deberías detenerte en algún sitio seguro hasta que amaine —dice mientras limpia con un trapo el vidrio empañado para intentar mejorar la visibilidad.

El verano que derritió tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora