21 | LA RANA

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El olor a humedad impregnaba el ambiente. Todo lo que podías percibir era el aroma a pantano, porque ciertamente eso era un hedor. Tus pies pisaron la tierra mojada y pudiste sentir como se hundía un poco debajo. Temiste caer en el lodo o mucho peor, en uno de esos ojos de agua escondidos que te arrastran en sus corrientes hasta dejarte sin aire. Tu cuerpo titubeó un poco antes de dejarte caer sobre la maleza de un árbol.

El ambiente era tan denso y sofocante que apenas podías respirar bien. Árboles retorcidos emergían del agua, sus troncos ennegrecidos y cubiertos de musgo, mientras largas raíces serpenteaban bajo la superficie. Te aferraste con las manos temblorosas al collar de oro que te había obsequiado Keigo cuando aún te estaba cortejando y dejaste salir un suspiro tembloroso.

—¡Keigo! — le gritaste.

Tu voz hizo eco en las penumbras del pantano y lograron llegar a los oídos de tu marido.

Observaste como su silueta dorada se detenía entre las sombras de los grandes árboles y se daba media vuelta. Su expresión se suavizó ligeramente. La angustia se asomó entre sus facciones antes de que su cuerpo se moviera instintivamente en tu dirección. Las placas de oro de su armadura brillaban con intensidad, aún con la ausencia del sol en ese día nublado. Su capa roja se hondeo un poco por la sutil rafaga de viento que pasó sobre él.

Keigo extendió su brazo hacia ti y no dudaste en abalanzarte sobre su cuerpo. Tu marido te sostuvo entre su agarre, te presionó contra la gelidez de su armadura y hundió la nariz entre las hebras de tu cabello.

—No tenemos porque hacer esto…— le dijiste. Sus manos acariciaron tu espalda con dulzura. Su tacto siempre había sido tan dulce y gentil, incluso después de casados.

—¿Tienes miedo? — te preguntó y tú dejaste salir un suspiro.

—Sí, creo que hasta ensucie mi vestido — confesaste. Keigo soltó una carcajada y tú te sentiste un poco más tranquila al escuchar su risa.

—No tienes por qué temer…— murmuró contra tu cabeza —. Tienes a tu fabuloso marido que daría la vida por ti.

—Preferiría que la conservaras.

Keigo se separó un poco de ti para poder mirarte a los ojos. Sus manos abandonaron tu espalda para dirigirse hacia la suavidad de tu rostro. Sentiste sus dedos alrededor de tus mejillas y tu mirada se cruzó con la de él. Aún podías percibir las mariposas dentro de tu estómago cada vez que lo veías a los ojos.

Realmente lo amabas.

—Estaremos juntos, ¿de acuerdo? No voy a dejarte sola — prometió tu despampanante esposo. Su mano derecha abandonó tu rostro para rodear tu cintura.

—Eso espero.

Tu mano se entrelazó con la suya. Tiró de ella mientras que sus cuerpos giraban en dirección al fondo del pantano. Apretaste tu agarre una vez Keigo siguió con la travesía.

La tierra seguía hundiéndose bajo tus pies. El pantano se extendía en una masa casi inmóvil de agua oscura, salpicada de pequeñas islas de juncos que se alzaban como dedos delgados hacia el cielo. Un coro de ranas croaban en la distancia, sus voces resonando en ecos que se mezclaban con el zumbido persistente de los insectos.

Siguieron avanzando cada vez más, apretaste su mano de nuevo y Keigo correspondió aquel apretón con cariño. Dejaste salir un profundo suspiro y continuaron.

Tus ojos se acostumbraron a la neblina, pero la extraña sensación de que el pantano estaba vivo, observando silenciosamente a aquellos que osaban acercarse aún no se disipaba.

Finalmente, los ojos ámbar de tu marido lograron captar la silueta de una casa pequeña. Observaste cómo trataba de apresurar el paso, pero decidiste no seguir y te tomaste tu tiempo. Poco a poco la casa, que en realidad era una choza, tomó más forma en medio de la oscuridad del paisaje.

La querida del dragón; Katsuki BakugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora