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La noche en la casa de House era tranquila, salvo por el murmullo lejano de la ciudad. Wilson, envuelto en una bata de baño, miraba distraído por la ventana mientras cerraba su teléfono. Su esposa le había enviado un mensaje corto y frío deseándole buenas noches, creyendo que, por quinta vez en la semana, su marido se quedaría en su oficina trabajando hasta tarde. Tal vez lo sospechaba, o quizá prefería ignorarlo para evitar una discusión. Ambos, conscientes de lo que ocurría, hacían la vista gorda para mantener la frágil paz.

Wilson salió del baño, el reloj marcaba la una de la mañana. House dormía profundamente, tendido sobre la cama, aún desnudo, cubierto solo por una fina sábana que apenas escondía su piel pálida. El alfa lo observó desde la puerta. Había algo inesperadamente tierno en la forma en que House dormía, su expresión tranquila en contraste con su habitual sarcasmo. Los instintos de Wilson se manifestaron en un sutil cambio en sus feromonas, ese flujo invisible que House, aun en sueños, parecía percibir.

La nariz del omega se arrugó ligeramente mientras respiraba profundamente, y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro somnoliento. Se movió un poco entre las sábanas, bostezando y frotándose los ojos con pereza.

—¿Finalmente terminaste de confesar tus pecados? —murmuró House, su voz arrastrada por el sueño—. ¿O sigues intentando limpiar tu ridícula culpa?

Wilson suspiró, caminando hacia la cama y sentándose a su lado. Sus dedos encontraron el cabello suave de House, enredándose lentamente mientras lo acariciaba con una calma que solo era superficial.

—Si no te conociera tan bien, cualquiera diría que estás celoso —dijo Wilson, su voz tranquila, casi provocativa.

House rió con ese tono sarcástico que lo definía.

—Ja, y yo que creía que tú eras el que mejor me conocía en Nueva Jersey.

La sonrisa en el rostro de Wilson se transformó en una pequeña carcajada, pero al encontrarse con los ojos azul intenso del omega, algo cambió. Había una chispa de lujuria en esa mirada, algo que el alfa reconoció al instante, sobre todo por el dulce aroma a vainilla con un toque de almendra que comenzaba a llenar el aire.

House sabía exactamente lo que estaba haciendo, su cuerpo emitiendo esa sutil provocación que había aprendido a manejar con maestría. El efecto fue inmediato; Wilson, incapaz de resistirlo, le tomó el rostro entre las manos y lo besó con una intensidad voraz, dejando que el deseo que había reprimido  finalmente tomara el control.

House dejó que el beso se rompiera, separándose lentamente pero sin alejarse del todo. Con una sonrisa tonta en su rostro, rodeó el cuello de Wilson con sus brazos, atrayéndolo hacia él. Sus ojos, aún brillantes con esa chispa traviesa, lo observaban de cerca, evaluando cada cambio en la expresión del alfa.

—¿Qué te parece si jugamos una vez más? —dijo House, su voz cargada de insinuación mientras lo mantenía cerca.

El aroma a vainilla y almendras se intensificó, y la tensión entre ambos creció, como si todo el cuarto se comprimiera alrededor de ese único momento. Wilson soltó un suspiro pesado, el peso de sus decisiones colgando en el aire, pero incapaz de rechazar la oferta de House, quien ya lo tenía perfectamente manipulado.







House se movía con desgano por los pasillos del hospital, empujando el carrito de limpieza con una mezcla de desdén y aburrimiento. Ya había pasado una semana desde que comenzó a trabajar como conserje, y la rutina diaria lo estaba destrozando mentalmente. Cada vez que pasaba por los mismos corredores o entraba a las habitaciones para limpiar, su mente no podía evitar divagar. Si se encontraba con una mancha de sangre, trataba de deducir a quién pertenecía, qué enfermedad había provocado la herida, y de qué órgano provenía el líquido vital. Si veía vómito, era aún peor. Era un patrón compulsivo, imposible de ignorar. Lo más interesante —si es que había algo interesante en ser conserje— era limpiar las habitaciones después de que un paciente colapsaba. Los restos biológicos, las máquinas apagadas, los murmullos entre enfermeras y médicos. Todo se sentía como piezas de un rompecabezas que ya no podía armar, pero que no dejaba de analizar.

DiagnósticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora