1

16 2 0
                                    

💋

El mundo había cambiado, o al menos, eso parecía a simple vista. Las guerras habían cesado, y los países, uno a uno, comenzaron a renacer de entre los escombros de sus propias ruinas. El planeta, quebrado y roto por siglos de conflicto, parecía haber encontrado un nuevo curso. Sin embargo, al observar de cerca, poco había cambiado en realidad.

El ser humano seguía siendo tan corrupto, tan nefasto y arrogante como siempre lo había sido. Las ambiciones no habían desaparecido; simplemente se habían transformado.

Aún así, el mundo no se extinguió. De alguna manera, prosperaba. Quizás era la pura fuerza de la voluntad humana, o tal vez, una intervención divina más allá del entendimiento. Nadie lo sabía con certeza.

El futuro seguía siendo incierto, y aunque la guerra había terminado, la verdadera batalla seguía librándose en los corazones de los hombres.

—¡Rápido, Galia! —gritó el hombre con una voz áspera y autoritaria.

Joshua, el líder de un imperio millonario, se impacientaba. Era un hombre que había ascendido a la cima destruyendo vidas, pisoteando a quienes se interponían en su camino, y asegurando su reinado con actos crueles e injustos. Un nuevo rico, sí, pero uno que sabía cómo jugar el juego del poder.

—Voy, padre —respondió Galia, con voz temblorosa mientras se apresuraba a obedecer.

Pero antes de que pudiera dar otro paso, sintió un tirón violento en su cabello. Elena, su madre, una mujer imponente y feroz en el mundo de los negocios, la había agarrado con fuerza.

—¿Qué te dije? —rugió Elena, mientras tiraba del cabello de la chica—. ¡Que te apresures! ¿Y dónde está tu hermana?

Galia apretó los labios, intentando no llorar por el dolor.

—No lo sé —dijo, intentando que su voz no temblara—. Ella dijo que vendría…

Elena soltó el cabello de Galia con un gesto de desprecio, frustrada.

—¡Maldición, busca a Míriam, ahora! —gritó Elena.

Galia solo asintió, acostumbrada a obedecer, y salió apresuradamente a buscar a su hermana. Era siempre lo mismo. Galia, como una sombra, debía estar detrás de Míriam, vigilando cada uno de sus pasos. Eso le había enseñado su madre. "Eres solo eso", le repetía Elena. "Una sombra".

Con rapidez, Galia comenzó a preguntar a los empleados por el paradero de Míriam, pero como de costumbre, la ignoraron.

Sin embargo, una criada, con cierta piedad en sus ojos, le indicó que Míriam se encontraba en la casa del Patrón.

El Patrón... Un hombre que incluso superaba a su padre en poder y autoridad. Su influencia parecía ilimitada. Para muchos, era casi como un sacerdote; su voz tenía el peso de un dios entre los hombres, y su voluntad se cumplía sin preguntas. Nadie se atrevía a desafiarlo. Tal era el Patrón.

Con el corazón acelerado, Galia caminó hasta la imponente mansión del Patrón. Era una construcción majestuosa, casi intimidante, rodeada de jardines perfectamente cuidados y escoltada por guardias que vigilaban cada movimiento. Al acercarse, pudo ver que el Patrón estaba hablando, su discurso cautivando a una multitud que lo observaba con devoción, como si cada palabra suya fuera una revelación.

Flor del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora