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Al día siguiente, Azriel no se separó de Dalia. Desde que había abierto los ojos, él había estado a su lado, siguiéndola a cada paso como si temiera que ella desapareciera de un momento a otro..

Dalia se movía lentamente, como si cada acción le costara un esfuerzo monumental. Su rostro pálido y su postura encorvada transmitían una devastación que no podía disimular. Sin embargo, en un momento, esa calma aparente se rompió.

—Basta, puedo cuidarme sola —dijo Dalia, su voz fría como el hielo, sin un atisbo de la calidez que alguna vez la caracterizó.

Azriel, que hasta ese momento había mantenido la compostura, suspiró profundamente, agotado.

—No, me quedaré contigo —respondió con firmeza, cruzando los brazos.

Ella lo miró, pero no con la misma intensidad de antes. Sus hermosos ojos verdes, esos que Azriel tanto amaba, ahora estaban vacíos, apagados, sin la chispa de vida que solía iluminarlos.

—¡Déjame en paz! —gritó de repente, la voz quebrada por una mezcla de dolor y frustración—. ¡Necesito espacio!

Dalia se arrepintió al instante cuando vio los ojos de Azriel. En ellos, no sólo había tristeza, sino una desesperación que le desgarró el alma. Él estaba tan roto como ella, aunque tratara de esconderlo.

—¿Qué más quieres que haga? —preguntó Azriel, agotado, con la voz quebrada por el dolor—. No puedo... no puedo, Dalia. Nuestro bebé... se fue. Tú... —Su voz temblaba, como si cada palabra fuera una herida abierta—. No puedo dejarte ir también.

Dalia apartó la mirada, su corazón pesando con la culpa, la tristeza y el agotamiento. No sabía qué decir, no sabía cómo sanar esa herida que los consumía a ambos.

Azriel, sintiendo la distancia que ella imponía, cayó de rodillas ante ella.

—¿Qué quieres que haga? —dijo con un hilo de voz—. Dime qué quieres que haga, Dalia.

Ella no pudo contener más las lágrimas. Se las limpió rápidamente con la mano temblorosa antes de abrazarlo, aferrándose a él.

—Lo siento... —susurró con la voz rota—. Siento que estoy rota... Perdí a nuestro bebé...

El nudo en su garganta se deshizo y, al fin, las lágrimas fluyeron sin control. Dalia se rompió completamente, un torrente de llanto ahogado que resonaba en el silencio de la habitación. Azriel, sin soltarla, se levantó y la abrazó con fuerza, como si pudiera protegerla del sufrimiento que los consumía.

—No, amor —dijo suavemente, acariciando su cabello—. Tú lo protegiste hasta el final. Hiciste todo lo que pudiste.

—¿Por qué? —sollozó Dalia, escondiendo el rostro en el hombro de su esposo—. ¿Por qué nuestro niño? No tenía que pasar por ese dolor... No lo merecía.

Azriel la apretó más contra su pecho, cerrando los ojos mientras las lágrimas también corrían por su rostro.

—Nuestro niño fue fuerte hasta el final —susurró Azriel, inclinándose para besar con ternura los labios de su mujer—. Él fue tan valiente...

Dalia asintió, sollozando, mientras las palabras de Azriel la envolvían como un bálsamo, aunque el dolor seguía latente en su pecho.

Flor del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora