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Galia despertó desorientada y adolorida, un vago eco de recuerdos le atravesaba la mente.

—Es bueno verla, señorita —dijo el doctor, con una sonrisa amable, aunque sus ojos delataban preocupación.

—Sí —respondió Galia, con la mirada perdida en un punto indeterminado.

El doctor suspiró, sintiendo el peso de su angustia.

—Su padre quería que le diera esto —le entregó una caja pequeña, que Galia tomó sin prestar atención. —Son anticonceptivos.

Asintió, sus pensamientos en otro lugar, su corazón oprimido. Volteó la cabeza, evitando el contacto visual, sintiéndose atrapada en una neblina de desasosiego.

—Cuando te sientas mejor, come un poco —sugirió el doctor, tratando de infundir un poco de esperanza en su mirada, antes de salir de la habitación.

Galia suspiró, el aire fresco le dolía en los pulmones. Se levantó con esfuerzo, los pies descalzos tocaron la fría madera del suelo. Caminó hasta la ventana, donde se detuvo a contemplar el paisaje nevado. A través del cristal, la nieve caía con una delicadeza que parecía un susurro. Era tan cálido, a pesar del frío que la rodeaba.

—No te sientas triste —se dijo a sí misma, susurrando en un intento de reforzar su espíritu—. Eres valiente, enfrentarás esta guerra.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. En la distancia, la luna brillaba en su mayor esplendor.

Cerró los ojos y comenzó a cantar suavemente, una melodía nostálgica que la envolvía en un manto de seguridad.

Al día siguiente, Galia se levantó sintiéndose algo más clara. Caminó hacia la cocina, recordando las advertencias de su familia sobre los alimentos. Nunca comía con ellos, según decían, eso le provocaba dolor estomacal.

—Señorita, su padre quiere que coma con ellos —anunció una sirvienta.

Galia asintió. Al entrar al comedor, se encontró con las miradas furiosas de su madre y hermana.

—Siéntate, Galia —ordenó Joshua.

—Sí, padre —respondió Galia, sentándose un poco lejos de ellos, como si una barrera invisible la separara del resto.

Mientras su familia continuaba comiendo y charlando animadamente, Galia se sumió en sus pensamientos.

Joshua vio a Galia de reojo y suspiró, aunque mantuvo su atención en Míriam, disfrutando de la conversación que parecía fluir con facilidad.

Galia terminó de comer y, en silencio, se levantó. Hizo una reverencia a su padre antes de retirarse. Escuchó a su madre murmurar que su comportamiento era descortés, pero ignoró el comentario y se adentró en el jardín.

El jardín estaba lleno de rosas, no eran de su gusto, pero reconocía su belleza. Caminó entre las flores, hasta que su mirada se posó en un pequeño estanque al fondo. Se sentó cerca del agua.

—¿De nuevo aquí? —dijo una voz familiar.

—Hola, Miguel —respondió Galia, con una leve sonrisa.

Flor del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora