IV

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Alastor se erguía en el altar, su figura alta y delgada destacando en la penumbra de la iglesia. Su cabello castaño, cuidadosamente peinado hacia atrás, y sus lentes de montura delgada le conferían un aire de distinción que atraía las miradas de todos los presentes, especialmente de las damas que asistían a misa cada domingo.

—Hermanos y hermanas —comenzó, su voz resonando con un timbre suave y envolvente—, hoy nos reunimos para reflexionar sobre las bendiciones que nos ha otorgado el Señor.

Los feligreses presentes se persignaron, dando inicio al servicio dominical y el inicio de la lectura de los salmos mientras la misa proseguía su curso. Mientras hablaba, pasaba su mirada de reojo por todos los presentes, notando algunas caras que asistían regularmente, como las damas del comité de tejido de la calle Ritz, todas ellas casadas pero que asistían con el único objetivo de presentar sus más sinceros saludos, entornando las pestañas e intentando en algunos casos, rozar su mano. Otra era la señora Wilson, que vivía en el centro de la ciudad. Una vieja institutriz del seminario privado de señoritas, quien en secreto le era infiel a su marido con el herrero de la misma calle. O personalidades tan singulares como Sir Pentious, un feligrés obsesionado con las construcciones y las granjas de gallina, era demasiado torpe para ser considerado competente, pero tenía un patrimonio respetable que había logrado conservar hasta la fecha.

Esos eran sus asistentes más comunes, nada fuera de lo normal, pero también habían muchas personas que asistían a las misas más allá de una fe infinita por dios, algunos de los pueblerinos, en lugar de buscar la fe, buscan el perdón de sus pecados como una desesperada medida para sentirse mejor con ellos mismos. Algunos incluso, admitían crímenes atroces hacía el prójimo, violaciones, abusos físicos, difamación, cosas capaces de arruinar la vida de cualquier persona. No obstante, creían ciegamente que admitir sus pecados los libraría de ser aquellas asquerosas almas que tenían el infierno ganado, si éste existía en verdad.

Aun así, todos seguían embelesados por sus palabras, conmovidos por una pasión que solo era parte de un gran espectáculo en donde él, Alastor, era el maestro de ceremonias y ellos, por supuesto, eran como polillas atraídas por la luz. —El camino de la vida puede estar lleno de pruebas —continuó—, pero con fe y amor, podemos superar cualquier obstáculo.

Las cabezas se inclinaban, los ojos se cerraban en oración, y él se regocijaba en la imagen de aquellos que lo imitaban. Seguían un ejemplo ilusorio de bondad, cuando en realidad todos eran seres asquerosos y contaminados, y él disfrutaba de hacerlos caer más y más en su falacia mientras seguían cayendo en el pecado, porque al fin y al cabo, eran simples borregos sin pensamiento.

La misa avanzaba, y Alastor disfrutaba del momento, su sonrisa nunca abandonando su rostro mientras dirigía los cánticos y las oraciones. Era un espectáculo que había perfeccionado a lo largo de los años, y cada vez que se levantaba para hablar, sabía que estaba en control.

Al concluir la ceremonia, todos los presentes se fueron retirando de la iglesia. En ese mismo momento, el alcalde Zestial se acercó a Alastor con una expresión complacida.

—Obispo Gallow —lo llamo, Alastor lo miró, saludando con cortesía.

—Alcalde Zestial, es un placer tenerlo nuevamente este día —le dijo, era solo un ligero respeto ante una persona de tal renombre y poder. Alastor no era un adulador, pero reconocía el porte y los buenos modales de una persona como Zestial, así que era un placer cada vez que este se acercaba hacía él, puesto que siempre que lo hacía, era para algo importante—. ¿En que pudiera ayudarlo?

—Quería consultar si podrías asistir a la próxima reunión del consejo —preguntó, su voz cargada de respeto—. Necesitamos discutir los asuntos del próximo acto de beneficencia en el orfanato.

Divino pecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora