capitulo 4

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Ahora que había cumplido quince años, todo parecía encajar en su lugar, como las piezas de un rompecabezas que finalmente revelan una imagen clara. El chico misterioso que había aparecido en momentos clave de mi vida no era un ángel guardián, ni tampoco era mi meraki, como solía llamarlo. Era algo más; era la manifestación de todo lo que significaba el amor y la conexión en mi vida.

Meraki es una palabra griega que significa poner el corazón, el alma, la creatividad y el amor en todo lo que haces. Es dejar una huella positiva de ti en todo lo que pasa por tus manos y tu vida. Y eso era él para mí. Cada vez que nuestros caminos se cruzaban, dejaba una huella luminosa en mi existencia, como un faro en medio de la tormenta, iluminando mis días más oscuros.

Durante años, sin saber su nombre, le había otorgado ese título especial en mi corazón. Ahora comprendía que no era solo un concepto etéreo; era una persona real, tangible. La misma persona que me había ayudado en la primaria, en la secundaria y en tantos otros momentos significativos, siempre con esa disposición desinteresada.

“Recordé con claridad aquellos instantes: cuando me abrió la puerta en la tienda del barrio. Algo tan insignificante en ese momento, pero ahora, con la perspectiva del tiempo, todo tiene sentido. El sonido de la puerta al abrirse resonaba como un eco cálido en mi memoria; el aroma del pan recién horneado llenaba el aire, envolviéndome en una sensación de hogar y ternura. En ese instante fugaz, me sentí como una princesa conociendo a su príncipe; su sonrisa iluminó mi día como un rayo de sol atravesando las nubes grises, haciendo que cada rincón de esa tienda pareciera brillar por su sola presencia.

Siempre me gustó esa forma de ser suya: esa atención especial que parecía reservar solo para mí. En ese instante perfecto, aunque era algo tan sencillo y cotidiano, sentí que el mundo se detenía a nuestro alrededor; el tiempo se desvanecía y solo existía él y yo. Sin embargo, también me atormentaba la idea de que quizás él era así con todos los demás; Solo yo lo hacía especial en mi mente.

Otro recuerdo vívido era el de las meriendas dulces que dejaba para mí durante la primaria. Siempre elegía mis comidas favoritas: una galleta con un jugo por aquí, un sándwich de mermelada allá… Mi mamá nunca tenía tiempo para esas cosas; siempre estaba atrapada entre su trabajo y sus propios problemas.

Mi mamá era una persona compleja; sus matices hacían que nuestra relación fuera un delicado equilibrio entre amor y desencuentro. Había días en los que su cariño me envolvía como un abrazo cálido, compartiendo momentos especiales que atesoraré por siempre. Recuerdo aquellas tardes mágicas cuando nos sentábamos juntas a tomar té; esos instantes estaban llenos de risas y confidencias profundas. Ella me contaba sus historias nostálgicas, sus sueños inalcanzables y anhelos ocultos. En esos momentos fugaces me sentía profundamente conectada con ella.

Sin embargo, no siempre fue así. Había muchas ocasiones en las que su mal humor se apoderaba del ambiente familiar como una sombra densa e ineludible. Esos momentos difíciles hacían que preferiría recordar los instantes más lindos compartidos con ella, donde el amor brillaba intensamente sobre las nubes grises del malestar cotidiano. La relación con mi papá también era complicada; estaba llena de tensiones subyacentes que a menudo afectaban nuestro hogar. A pesar de todo esto, elegí enfocarme en esos recuerdos cálidos con mi mamá donde el amor y la complicidad brillaban por encima de las dificultades; aunque esas dificultades a veces traspasaban los límites del maltrato verbal e incluso físico.

Y así es como al mirar hacia atrás ahora, entiendo cuán entrelazados estaban esos momentos: el chico misterioso y mis experiencias familiares eran parte de un mismo tejido emocional, hilvanado por las hebras del amor y el dolor. Era como si su existencia fuera la clave para que no dejara de creer en el amor.

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A veces me preguntaba si él se daba cuenta de lo mucho que significaban esos pequeños gestos para mí, especialmente cuando las horas se hacían largas y solitarias, como un eco interminable en la casa vacía. Su sonrisa fugaz, su mirada comprensiva, eran como un rayo de sol que se colaba a través de las nubes grises de mi vida. En esos momentos, era como si el tiempo se detuviera y el mundo dejara de girar; todo lo que existía era él y mi corazón latiendo con fuerza.

A menudo me encontraba reflexionando sobre cómo podía ser tan amable y generoso. ¿Acaso sentía lástima por lo que veía? Como compañero de mi hermano, había estado en mi casa varias veces, observando en silencio el trato frío y distante de mi madre hacia mí. Era un espectador en una obra trágica, y yo era la protagonista atrapada en un papel que no quería interpretar. Pero en esos días difíciles, cuando la vida parecía pesarnos a todos como una niebla densa e impenetrable, él siempre aparecía como un susurro de esperanza; aunque siempre a la distancia, solo para mí… pero estaba bien así; prefería mantenerlo como mi esperanza secreta, ese refugio donde nadie podía entrar.

La confusión invadía mis pensamientos mientras intentaba reunir valor para descubrir su identidad. Quería saber su nombre; el simple hecho de pronunciarlo me llenaría de alegría. Pero no podía preguntarle a mi familia; temía que malinterpretaran mis intenciones o que simplemente se rieran de mí.  Así que guardé mis sentimientos bajo llave, escondiendo ese cariño en lo más profundo de mi ser.

Así que decidí quedarme con mis recuerdos y mis pensamientos, aferrándome a cada instante como si fueran tesoros ocultos. La idea de que él también podría estar esperando a que nuestros caminos se cruzaran nuevamente me daba una extraña paz, una calidez que iluminaba incluso los días más oscuros. “Esperaré”, murmuré para mí misma mientras contemplaba el cielo estrellado desde mi ventana aquella noche mágica.

Las estrellas brillaban con fuerza, como si estuvieran escuchando mis susurros secretos.

“Sígueme esperando tú también.” No importa si espero diez horas o diez años; tengo paciencia… soy buena esperando.

Con cada día que pasaba sin verlo, sentía que el hilo invisible que nos unía se fortalecía aún más; cada recuerdo se convertía en un ladrillo más en la construcción de nuestra historia compartida. La visión de su rostro aunque borroso aún existe en mi mente con una claridad palpable; hasta ahora lo único que sabía era que su nombre empezaba por J; tenía un segundo nombre que comenzaba con K y su apellido empezaba con F… nombres llenos de misterio y posibilidades.

Sin embargo, no volví a hablar con él desde aquel día fatídico en el cual mi hermana enfermó gravemente... Desde entonces había permanecido en silencio, esperando a que el destino decidiera cruzar nuevamente nuestras vidas. La espera se convirtió en un ritual silencioso; cada día sin noticias era una mezcla de esperanza y desesperación. ¿Podría ser posible que nuestras almas estuvieran entrelazadas por algo más grande? La incertidumbre pesaba sobre mí como una sombra constante.

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Mi MerakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora