Capitulo 9

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Jacob

La casa de mi abuela olía a lavanda y a recuerdos. Después de mucho tiempo, volví a visitarla con más frecuencia.

Era como si Farasha, con su presencia y su sonrisa cálida, me hubiera dado la fuerza para mirar mi pasado sin sentir tanto dolor.

La casa, con sus rincones familiares, sus muebles gastados por el tiempo, sus aromas a madera antigua, me transportaba a un pasado que había intentado olvidar.

Mientras recorría la casa, mis recuerdos se agolpaban en mi mente, como una marea incontenible.

Me veía a mí mismo, un niño de 4 años, con la mirada perdida, buscando el calor de un padre que ya no estaba.

Mi padre, un hombre atormentado por el alcohol y la culpa, se había quitado la vida cuando solo tenia 6 meses de vida, dejando un vacío que nunca se llenó.
Su carta, que nunca tuve el valor de leerla, sellada con un amor agridulce, yacía en un cajón, una reliquia de un pasado que me había marcado.

Después de su muerte, nos mudamos a casa de mi abuela, un refugio cálido que se convirtió en mi hogar.

Pero la felicidad fue efímera. Cuando tenía cinco años, mi madre se fue con otro hombre, dejándome al cuidado de mi abuela.

Desde ese momento, sentí una carga, un peso que mi abuela cargaba con paciencia y amor.

Temía que un día me dejara, que me abandonara como mi madre.

En defensa, me mantuve a distancia, construyendo un muro invisible que me separaba de ella.

A los quince años, comencé a trabajar, y a los diecisiete, me mudé solo.
Había ahorrado lo suficiente para independizarme, para escapar de la sombra de mi pasado.

Pero la libertad no trajo la paz. Cuando cumplí los dieciocho, mi abuela enfermó y falleció. Dejando a mi cargo su cafetería.

La culpa me carcomía por dentro. La culpa de sentirme una carga, de ser un cobarde, de tener miedo a salir lastimado.

Me decía que su muerte era mi culpa, que si hubiera pasado más tiempo con ella, si no hubiera nacido, nada de esto habría pasado.

Mi padre, con su deuda y su suicidio, mi madre, con su partida y su culpa, y mi abuela, con su amor y su muerte, me habían dejado marcado. Aparentemente la muerte y el amor van de la mano.

Me preguntaba si mi madre se sentía culpable por abandonarme, si acaso se había olvidado de mi existencia, de las risas que nunca compartimos y de los abrazos que nunca me dio. ¿Como era posible extrañar algo que nunca paso?

"Ojalá que sí. Ojalá que se haya olvidado de mí, y al menos una persona haya sido feliz a pesar de mi nacimiento", me decía, intentando convencerme de que su ausencia no había dejado una marca indeleble en mi vida. Pero la verdad era que el dolor de su partida siempre estaba presente, como una sombra que se cernía sobre mis días.

El silencio de la casa era ahora un eco de mis pensamientos, un murmullo que me recordaba la fragilidad de la vida y la importancia de aferrarme a los recuerdos, incluso a los más dolorosos. Cada rincón resonaba con la historia de lo que había sido, un recordatorio constante de las piezas perdidas de mi vida.

La imagen de mi abuela, con su sonrisa cálida y su mirada llena de amor, se desvaneció en la penumbra del cuarto, dejando un vacío que aún no sabía cómo llenar. Su amor había sido mi ancla, pero ahora, en su ausencia, me sentía a la deriva, perdido en un mar de emociones contradictorias.

Caminé hacia la ventana, buscando consuelo en el jardín que solía ser un lugar mágico para mí, un refugio donde la risa y la alegría florecían. Pero ahora, la hierba crecía salvaje, las flores marchitas y los árboles desnudos reflejaban la tristeza que sentía en mi interior. Cada elemento del jardín parecía un espejo de mi alma, un reflejo de la desolación que había tomado posesión de mí.

Mi MerakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora