18. ZONAS PROHIBIDAS

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— ¿Cómo te has sentido?—le pregunté mientras me rodeaba con las sábanas y me sentaba a los pies de la cama.

Él se había puesto de pie, y desnudo, fumaba junto a la venta abierta, para que el aire de la noche se llevar el humo de su cigarro.

—Me he sentido muy bien—me miró extrañado—. El sexo siempre es placentero.

—No me refería al sexo—repuse—. Aunque me agrada saber que te satisfago.

—Me satisfaces mucho—volvió a mirarme y le dio una calada al cigarro antes de continuar—. ¿De qué hablas?

—Te he besado en las zonas prohibidas—le recordé—. ¿Ha sigo tan malo como pensabas que sería?

—No tan malo—me contestó sin más.

Tiró la colilla fuera y cerró la puerta del balcón, luego se giró y me sonrió. Su desnudez aún me ponía nervioso y me hacía sonrojarme, pero ya no me incomodaba tanto como al principio.

— ¿Crees que quizás pueda tocarte?—probé.

—No—zanjó él sin más.

—Te he besado y no ha sido tan malo—repetí sus palabras—. ¿Por qué no...?

—No—repitió cortando mi pregunta—. Aidan, conoces las reglas. No insistas, por favor.

Alcé las manos y me rendí. Él me dejó sentado en la cama y se dirigió al armario. Se me había olvidad que aquel apartamento era suyo y que tenía ropa en él. Se vistió lentamente. De nuevo de negro y gris, pero algo más sport. Se giró y me miró.

—Vístete—me dijo—. Quiero salir.

—Es de noche—obvié mirando hacia la ventana. Luego le miré a él quien arqueó las cejas.

—No me digas—dijo con sarcasmo—. Sí, Aidan, sé que es de noche, pero hemos dormido todo el día y tengo hambre ¿No quieres cenar?

—Vale—acepté.

—Pues vístete—puso los ojos en blanco—. Te espero abajo.

Rápidamente busqué en mi macuto algo que no estuviera arrugado. Al final opté por unos pantalones color caqui, un suéter rojo y una chaqueta marrón de pana. Me anudé los zapatos, me arreglé el pelo en el baño y luego bajé hasta abajo. Cam me esperaba junto a la puerta, y sin decir nada, me agarró de una mano y tiró de mí hacia fuera. Bajamos en silencio y nos subimos en su coche. Enseguida las luces nocturnas de la ciudad fueron iluminándonos el paso. Yo pequé mi cara a la ventanilla para admirarlo todo. Cam se limitó a conducir en silencio, aunque era evidente que le divertía mi expresión de asombro, por que cada vez que me giraba para mirarle, él estaba sonriendo.

Subimos hasta West Hollywood, luego volvimos a bajar por Beverly Hills hasta Malibu. Y desde allí me paseó hacia abajo, recorriendo una parte de la costa del Pacífico hasta Santa Mónica. Allí aparcó y luego bajamos. Dudé que para ir a cenar hubiera tenido que dar tanto rodeo, así que decidí creer que lo había echo a propósito para enseñarme la ciudad.

—Hoy no habrá restaurante caro—me dijo.

Íbamos cogidos de la mano por el muelle de Santa Mónica. Era temprano, así que estaba de lo más concurrido, había niños subidos a la noria y en los puestos ambulantes de la feria del puerto. Nosotros nos retiramos un poco hasta el paseo marítimo.

—No me importa—me giré y le sonreí—. No soy de restaurantes caros.

—Espero que te gusten los perritos—me soltó y comenzó a caminar de espaldas, de frente a mí—. En ese puesto de ahí—señaló un puesto ambulante al final del paseo—, hacen los mejores perritos calientes del mundo.

OSCURODonde viven las historias. Descúbrelo ahora