Capítulo XVIII

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A la mañana siguiente despierto aturdida, sin saber dónde estoy. Observo a mi alrededor tratando de distinguir en la oscuridad, escucho una respiración al lado mía y me acuerdo. Estoy de viaje espiritual con Maia. Genial.

Me deslizo fuera de la tienda y salgo al exterior, acaba de amanecer y el sol colorea el mar de mil colores. Un viento cálido me da en la cara y me remango la sudadera que llevo inconscientemente. Maia sale de la tienda bostezando y se sienta a mi lado, miro hacia el muelle sin saber qué decir. Al volver a mirarla noto que está sorprendida, busco su mirada pero la tiene clavada en mis brazos. Me ruborizo y me bajo las mangas, tensa tras comprender que posiblemente piense que estoy loca.

- ¿Quieres comer algo? - suspiro y asiento. Si lo pensaba, tendría previsto demostrarlo tras llevarme a mi casa y deshacerse de mí. Entra en la tienda y saca un paquete de Pringles -. No me dio tiempo de coger algo normal, lo siento. 

- No importa. Me encantan las Pringles.

Ella se ríe y me pasa el paquete de patatas. Sigo sin saber qué decir así que solo sonrío. Puede que haya roto nuestra amistad por no haber sido prudente, puede que no quisiese verme más o que incluso se lo contara a mis padres y ellos me llevaran al psicólogo.

 ¿Haría eso realmente? ¿Realmente me traicionaría así? La miro y ella me sonríe y me intento convencer de que es imposible. Maia no era tan cruel pero, ¿qué estaría pensando sobre mí?

Me levanto de golpe y me sacudo la arena, intentando evitar una conversación incómoda. Me acerco a la orilla y camino hacia el muelle de piedra que vimos al llegar. Desde lejos, la sombra de una estatua se ve a lo lejos con forma de pez, las farolas siguen encendidas ya que sigue estando presente algo de oscuridad. Aunque sorprendentemente diviso a varias personas - algunos pescadores - en la construcción.

Al llegar avanzo hacia el extremo más alejado, donde las olas rompen y el viento me da de cara, revolviendo algunos mechones rojizos. El cielo, de un azul extraño, está cubierto de nubes blancas como la nieve. Me deslizo entre las piedras que bordean el extremo y me siento en una gran piedra cuadrada donde las olas solo me salpican espuma. Al mirar hacia un lado, encuentro a un gato a mi lado de ojos verdes y pelaje negro. Cuando sus ojos se topan con los míos sale corriendo.

- ¡Mira, papá! - grita la voz chillona de un niño -. ¡Es un gatito! ¡Yo quiero un gatito! - oigo la risa del padre y presiento la respuesta de este, esa que suelen darnos todos los padres cuando se nos antojan animales.

- ¡Para que luego tengamos que cuidarlo tu madre y yo! - dice entre risas -. Ya tienes a tu hermana.

- Sí, ¡pero ella me tira del pelo! ¡Suéltame, papi! ¡Me vas a tirar!

Giro la cabeza y encuentro la familia al completo. Un hombre de unos treinta y tantos años sostiene a un niño de pelo castaño en brazos, riendo sin parar. A lo lejos se distinguen las siluetas de una mujer joven y una chica de unos doce años que camina a su lado señalando hacia el horizonte. El padre me ve y me sonríe, le devuelvo la sonrisa y me levanto.

Y por un momento me hubiese gustado que alguien me cogiese en brazos y me negase comprarme un gato, diciéndome que me quedaba a mi hermano.


Cierro la puerta del coche de un portazo y me pongo el cinturón, Maia sigue detrás cerrando la tienda de campaña que nos ha dado algunos problemas, pero tras unos minutos llega y se sienta sonriente. Le devuelvo la sonrisa.

Cuando llegué del paseo encontré a Maia sentada en la arena en el mismo lugar en el que la había visto, la gran diferencia era que estaba llorando. Al preguntarle qué le pasaba dio que no importaba pero tras varios minutos me contó que Will se iba a ir de la ciudad y que posiblemente iban a romper, ya que él no creía en las relaciones a distancia. No había sabido qué decirle,  ¿Qué se le puede decir a alguien cuando le rompen el corazón y aparentemente no hay solución? ¿"Olvídalo"? Era demasiado pronto para hacerlo.

- He cogido más patatas por si acaso - me avisa.

Al cabo de veinte minutos paramos en una gasolinera y Maia sale a repostar, el dependiente de la tienda me mira con una expresión extraña cuando salgo para ir al baño pero intento parecer de lo más natural. Maia podría aparentar dieciocho años tranquilamente ya que era bastante alta y con rasgos adultos pero yo , en cambio, seguía midiendo poco y tenía una expresión aniñada.

Tras salir del baño miro en los pasillos de la tienda y compro unos caramelos para quitarme el mal aliento, el hombre sigue mirándome de manera sospechosa. Cuando salgo de la tienda y miro hacia él, veo que tiene en la mano un teléfono y que está mirando hacia la parte trasera del coche.

- ¿Qué pasa? - pregunta Maia desde el coche mientras se asegura de que el contador siga subiendo.

- ¿Ese tipo te ha pedido un carné de identidad o algo que pruebe que eres mayor de edad? - contesto introduciéndome en el coche.

- Sí... la verdad es que se ha comportado de una forma bastante...

- ¿Extraña? - le digo mientras ella asiente -. ¿Y qué le has dicho?

- Que lo había olvidado en mi casa, cerca de aquí hay un pueblo. Se lo ha tragado, parece algo estúpido.

- Aquí es cuando hay que utilizar la frase " no juzgues a un libro por su portada" - hace un gesto afirmativo y resoplo -. Estaba intentando mirar nuestra matrícula. De nuestro coche robado. Mientras llamaba a... posiblemente la policía - digo separando cada frase irritada.

- ¡No puede ser! Tenemos que irnos.

Maia pisa el acelerador y me doy cuenta de que la manguera de la gasolina sigue puesta, trato de avisarla pero ella aumenta la velocidad y consigue que el objeto se caiga soltando combustible por toda la acera. El dependiente del local sale a toda prisa con el teléfono todavía en la mano, rojo de furia y gritándonos.

Tras varios kilómetros le perdemos de vista y respiro aliviada por unos segundos hasta que Maia suelta un grito.

- ¿Qué pasa? - Maia señala hacia detrás con un ademán irritado -. La policía. No. No. ¿Sabes que técnicamente hemos robado? Te has ido sin terminar de repostar ni pagar.

- Ya me había dado cuenta de eso - dice -. Y lo peor de todo es que no sé si este trasto aguantará hasta tu casa. Con suerte, llegaremos a la ciudad y tendremos que empujar esto hasta algún vertedero o algo por el estilo.

- Mi casa está al otro lado de la ciudad.

- Lo sé, nos queda un largo día si es que no nos pillan - escucho las sirenas de los coches patrulla, cada vez más cerca.

- PON ESTA COSA AL MÁXIMO. YA.

Maia me obedece y pisa el acelerador de nuevo, alcanzando una velocidad bastante peligrosa. Si no conseguíamos escapar nos iban a llover las multas. Dios, ¿Cómo me había metido en tal lío de la noche a la mañana?

Llegamos a una curva y Maia pisa el freno un poco para controlar la velocidad del coche y no estrellarnos contra una ridícula barra de madera que hace de separación con una gran caída arenosa y llena de plantas que cualquiera se podría encontrar en un páramo desierto.

Cuando miro a Maia la veo sudar y me doy cuenta de que está vacilando, intentando mantener recto al coche pero sin ponernos en bandeja a los policías. De repente barajo la idea de que nos vamos a despeñar por la ladera que hay a nuestra derecha y me entra el terror.

La herida que me surca la cadera y la barriga parecen arder dolorosamente recordándome aquel día, como si me estuviera advirtiendo que esta vez el precio del accidente iba a ser muchísimo más caro. Demasiado caro. Entiendo que después de todo estaba equivocada.

Sí que quiero vivir.

Necesito aferrarme a la vida para tener esperanza. Necesito seguir viva por mis padres. Necesito seguir viva para demostrar que soy fuerte.

Cierro los ojos y espero un impacto que nunca llega.

- ¡Dios! Lo has conseguido - digo rebosante de alegría mientras me doy cuenta de que estamos dejando atrás la curva -. Dios. Dios. Dios - Maia se ríe a mi lado.

- No sobrevalores las capacidades de una chica con el corazón roto - dice guiñándome un ojo -. ¡Agárrate! Si pasamos de largo este tramo, nos habremos deshecho de ellos.

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