Capítulo 13|Alma

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El frío del cuarto era lo único que me hacía sentir viva. Mi cuerpo dolía en cada rincón, como si las cicatrices y las quemaduras fueran un recordatorio constante de mi fracaso, de no haber escapado a tiempo, de no haber escuchado a Dante.

Pero él ya no estaba aquí.

Santiago entró en la habitación con su acostumbrada arrogancia, el brillo sádico en sus ojos haciéndome temblar. Traía en la mano un teléfono, el mismo que usaba cada vez que quería demostrar su poder. Sabía que esto no era solo para humillarme a mí, sino para torturarlo a él.

—¿Lista para nuestro pequeño show, princesa? —preguntó, acercándose demasiado.

—No me llames así —gruñí, aunque mi voz sonaba débil, rota.

Santiago se rió y deslizó un dedo por mi mejilla, como si disfrutara de cada segundo de mi resistencia.

—Dante va a disfrutar de esto tanto como yo —dijo, encendiendo el teléfono. La luz roja de la cámara parpadeó, y mi corazón se hundió.

—¿Sabes lo que más le duele a un hombre como él? —continuó, colocándose frente a mí—. Ver cómo aquello que considera suyo está en manos de otro.

Intenté retroceder, pero las esposas me mantenían fija a la cama.

—No tienes que hacer esto, Santiago. Esto no te da poder. Solo demuestra lo patético que eres.

Él levantó una ceja, fingiendo sorpresa.

—¿Patético? Qué palabra tan fuerte. Pero estoy seguro de que Dante no estará de acuerdo cuando vea esto.

Antes de que pudiera decir algo más, se inclinó hacia mí, sus labios peligrosamente cerca de los míos.

—No lo hagas —susurré, mi voz quebrándose mientras intentaba girar el rostro.

—Oh, lo haré.

Santiago presionó sus labios contra los míos con una fuerza que me hizo sentir náuseas. Era asqueroso, repugnante, pero mi grito quedó atrapado en mi garganta. Sabía que esto no se trataba de deseo; era poder, control, y odio puro hacia Dante.

La cámara capturaba cada movimiento, cada gesto, y sabía que Dante estaba viendo todo esto en tiempo real. Era su manera de provocarlo, de hacerlo perder el control.

—¿Sabes lo mejor de todo esto? —dijo Santiago, apartándose ligeramente mientras su mano recorría mi cuello—. Que él nunca podrá borrarlo de su memoria.

Mis lágrimas caían silenciosamente. Quería gritar, quería luchar, pero mi cuerpo no respondía. El miedo me había paralizado.

—Eres despreciable —murmuré, intentando encontrar un resquicio de fuerza.

Santiago rió y se giró hacia la cámara.

—Dante, espero que estés disfrutando del espectáculo. Quizás deberías haber cuidado mejor a tu princesa. Ahora es mía.

De repente, hubo un ruido fuera de la habitación. Santiago frunció el ceño, pero no apagó la cámara.

—¿Qué demonios fue eso? —murmuró, volviendo a mirarme con sospecha.

Sabía que había una posibilidad, por pequeña que fuera, de que ese ruido significara algo bueno. Quizás Dante estaba cerca, quizás había enviado a alguien para salvarme.

Santiago se levantó y caminó hacia la puerta, dejando la cámara encendida frente a mí.

—Quédate aquí, princesa. La diversión apenas comienza.

Cuando salió, el silencio de la habitación me resultó ensordecedor. Cerré los ojos, intentando controlar mi respiración, pero todo lo que podía sentir era el peso de la humillación, el dolor físico y el miedo.

Estaba rota. Por primera vez en mi vida, sentí que no había escapatoria, que no había esperanza. Había querido ser fuerte, desafiar este mundo y a sus reglas, pero todo eso se desmoronaba.

La habitación quedó en silencio, salvo por el eco de mis propios pensamientos y la sensación punzante de las heridas que marcaban mi cuerpo. Santiago había salido, pero sabía que no tenía mucho tiempo antes de que regresara. La cámara seguía grabando, su luz roja parpadeando como un recordatorio cruel de mi humillación.

No podía quedarme aquí. No iba a dejar que me rompieran completamente.

Mirá a mi alrededor con desesperación, buscando algo, cualquier cosa que pudiera usar para liberarme de las esposas. El pequeño carrito de instrumentos médicos que Santiago usaba para torturarme estaba cerca de la cama. Si lograba alcanzarlo…

Con toda la fuerza que pude reunir, estiré mis piernas hasta que mis dedos rozaron el carrito. Lo empujé hacia mí lentamente, luchando contra la punzada de dolor en mi abdomen. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, usé mis pies para volcarlo.

Los instrumentos cayeron al suelo, y entre ellos, vi algo que podría salvarme: un bisturí pequeño.

Me retorcí en la cama, inclinándome hasta que pude tomar el bisturí con mis dedos temblorosos. Deslizarlo hasta la cerradura de las esposas fue un desafío, pero la adrenalina me daba fuerzas. Con cada segundo, sentía que mi corazón latía más rápido, como si el tiempo estuviera en mi contra.

Finalmente, escuché el clic. Las esposas se abrieron, y mis muñecas quedaron libres, aunque marcadas por la piel rota y ensangrentada.

Me levanté tambaleándome, mis piernas temblando bajo mi propio peso. Abrí la puerta con cuidado, asomándome al pasillo. No había nadie. Santiago debía estar lidiando con lo que fuera que lo distrajo, pero eso no significaba que estuviera lejos.

Caminé lo más rápido que pude, sosteniéndome de las paredes para mantenerme en pie. Los pasillos del edificio eran un laberinto de corredores oscuros, pero finalmente vi una salida. La luz de una lámpara rota iluminaba una puerta metálica al final del pasillo.

Cuando llegué, empujé la puerta con todas mis fuerzas y el aire frío de la noche me golpeó el rostro como una bofetada. Había logrado salir.

Mis pies descalzos golpearon el asfalto frío mientras corría sin mirar atrás. No sabía dónde estaba exactamente, pero las luces de la ciudad brillaban a lo lejos, dándome una vaga dirección hacia la que dirigirme.

Mi cuerpo protestaba con cada paso, y el aire parecía pesado en mis pulmones. Sentía las heridas abrirse de nuevo, la sangre empapando las vendas improvisadas que tenía. Pero no podía detenerme.

Corrí hasta que mis piernas no pudieron más. Hasta que mi respiración se volvió un jadeo desesperado. Y entonces, caí.

Susurros en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora