Capítulo 32

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CASSIA

Desde que puse un pie nuevamente en la casa, Rhys intentó calmarme. No funcionó. Atravesé la sala principal, el pasillo siguiente y me dirigí al despacho de mi padre. Pasa allí la mayor parte del día, dedicándose al trabajo, haciendo papeleo, concretando reuniones o degustando una medida de whisky al final de la jornada. Es como un santuario. De los pocos recuerdos que tengo de mi infancia en esa casa, uno de ellos es que tenía la entrada estrictamente prohibida a la «oficina de papá». Debra solía decir que el hombre se ponía de malhumor cuando lo interrumpían durante su trabajo; siempre lo entendí. A veces, para compensarme, papá me sentaba en sus piernas y me dejaba dibujar sobre viejos papeles en ese gigantesco escritorio. Sin embargo, a medida que crecí, fui dándome cuenta que tanto Debra como Rhys, tenían vía libre. Entraban y salían prácticamente sin restricciones.

En algún punto, esos pequeños detalles me hicieron sentir fuera de la familia.

Esta no es la excepción.

—Eh, cariño —pronuncia mi padre tras verme entrar como un rayo. Él está sentado detrás del escritorio—. ¿Qué está pasando?

—Quiero una explicación —exijo. Me cruzo de brazos frente a él. Todavía agitada por el episodio digno de película de acción.

—Si supiera lo que tengo que explicarte, sería más sencillo. 

—Los Sawyers la amenazaron —comenta Rhys que mantiene la distancia apoyado sobre la puerta cerrada—. Tuve que mostrar el arma —agrega en un tonito que emana disculpas. Dejando entrever que tuvo que hacerlo porque no había opción.

—¿Cómo? —papá se pone de pie.

—Fue la mujer —contesto—. No sé cómo se enteró que iba a denunciar. Me amenazó. Dijo que si lo hacía «le diría a todos la verdad sobre mi padre» —expreso profundamente confundida—. ¿De qué verdad habla? Tengo derecho a saber, papá.

—No... No sé, Cassia. Esa gente está loca —pone una diminuta sonrisa.

—Le dije lo mismo.

—Entonces iré a denunciar.

—No —interrumpe mi padre—. No harás nada contra esas personas, Cassia. Nada. ¿Me entendiste? Son criminales. Están involucrados con la policía local, poner una denuncia no sirve.

Asiento con la mirada en el piso, decepcionada. Detesto tener que dejarme vencer por el miedo. Permitir la injusticia. No actuar para detener lo que está causando daño. Al mismo tiempo, empiezo a creer que tal vez esa mujer no está tan loca como jura mi padre. Quizá es cierto que tiene algo para decir sobre él.

—Hay un menor de edad que lo está pasando mal. Es mi estudiante. No me quedaré de brazos cruzados.

—No, no. Claro que no. Haremos algo —alega comprensivo—. Dame un poco de tiempo, hija. Tengo contactos. Me ocuparé de que esta mujer caiga, pero déjame hacer el trabajo sucio, ¿de acuerdo? —lo miro tratando de creer en sus palabras—. ¿Puedes confiar en mí?

Largo un suspiro pesado.

—Está bien —ser obstinada no me llevará a ningún lado. Tengo que dejarme ayudar—. Solo una pregunta más.

—Te escucho.

—¿Desde cuándo Rhys tiene un arma de fuego?

—Lo decidí hace un par de años, por precaución. Hija, somos una familia adinerada. Movemos sumas millonarias. Lo correcto era tomar ciertas medidas de seguridad. Rhys tuvo que entrenar y obtener el permiso para portar la pistola. Todo está bajo control.

Las heridas que sanamosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora