Capítulo 28

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CASSIA

Contengo el aire cuando Dalton se aproxima. Está de rodillas frente a mí. Tan cerca que me hace temblar. En sus manos lleva puestos los guantes de látex, mientras manipula un trozo de gaza y le coloca antiséptico. Debería cerrar los ojos para calmar el irracional nerviosismo, pero no puedo evitar percatarme de los detalles de su rostro que no había visto antes. Tiene una pequeña cicatriz casi al final de una ceja; cada vez que sonríe se le forman hoyuelos y varias líneas finas en las esquinas de los ojos, que están protegidos por pestañas curvadas y espesas. Si esto fuera uno de mis disparatados sueños, mis dedos estarían contorneando las líneas de su mandíbula y luego, se perderían en su cabello castaño y ligeramente ondulado.

Nuestras miradas se encuentran y caigo en la cuenta que tiene una de las miradas más tristes que he visto jamás. Veo dolor. La necesidad constante de mantenerse oculto del mundo, como si tuviera vergüenza de ser quién es. Me pregunto si existe algo capaz de sanar sus partes rotas; alguna medicina para quitar la mirada de cachorro lastimado.

—Tengo que limpiar la herida —indica—. No tiene que doler. ¿Puedo?

—Sí. Claro —cierro los ojos. Espero que no sea capaz de ver a través de mí porque si lo hace, se dará cuenta que todo mi interior está completamente atraído hacia él. Dalton posiciona la gasa empapada sobre la herida, la arrastra suave alrededor, sobre la piel abierta. No duele. Su toque es liviano y delicado—. Eres bueno con las manos —enseguida me sonrojo—. Quiero decir, sabes lo que haces.

—Puede ser —se encoge de hombros—. Tomé cursos de primeros auxilios cuando estaba en prisión.

—Oh. Ahora entiendo. Así que estudiaste.

—Algo así. Aprendí habilidades. Trabajos relacionados con lo manual —explica tranquilo—. No soy bueno en lo académico. Libros, apuntes, todo eso. ¿Duele?

—No, para nada.

—Está dejando de sangrar. No es profunda —comenta mientras realiza los últimos toques—. Cassia, tienes que denunciar —la repentina sugerencia me deja helada.

Intento procesar sus palabras antes de contestar. ¿Acaso entendí mal?

—¿Quieres que denuncie a tú madre?

Él asiente completamente seguro. Su mandíbula está apretada; una clase de resentimiento oscurece su mirada.

—Quiero que pague por lo que hizo —insiste—. No puede ir lastimando a todo el mundo porque se le antoja. Eres, probablemente, la persona más amable que Frankie conoció en su vida. Has hecho mucho más por él que cualquier otro de esa familia —niega con la cabeza, resignado—. Es injusto. Esto era lo último que merecías.

Dalton sujeta un apósito adhesivo, lo coloca sobre la herida y desliza su dedo índice sobre la tirita, asegurándose de que quedó en su lugar. Me siento mejor. Debo admitir que llevo todo el rato guardando un secreto como una campeona: las heridas me dan pánico. La violencia. La sangre. Jamás he tenido que lidiar con un conflicto de esta magnitud. Tampoco sé de dónde saqué fuerzas para contener las ganas de llorar que han aparecido antes de que la mujer me diera la bofetada, justo cuando comenzó a maltratar a Frankie de manera verbal. ¿Llorar? Soy profesora. La adulta responsable que está a cargo de jóvenes estudiantes. No puedo perder el control.

—Ey, ¿estás bien?

—Sí —vuelvo en mí misma—. ¿Ya está?

Todavía arrodillado frente a mí, Dalton asiente.

Las heridas que sanamosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora