Capítulo 2

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DALTON

«Una parte de ti se desmorona cuando te acusan de un hecho grave que no cometiste. Algo en tu interior se rompe, causando el mayor de los vacíos. Un vacío que se llena de resignación, desesperanza y tristeza. Siempre intenté huir de los problemas, los evitaba en la medida de lo posible. Pero, ¿de qué sirve? Si un par de poderosos están empecinados en destruirte, lo harán. No importa la cantidad de veces que grites, llores o trates de hacer valer tu verdad».

El pueblo es pequeño por ende, es un hecho que se corrió la voz sobre «el asesino al que le redujeron la pena y ha decidido volver». Apenas han pasado tres días desde mi retorno y ya lo sabe casi toda la población. Sin dudas, la noticia llegó a los oídos de la dependienta. Fue evidente que ni siquiera quiso tomar mis datos u oír acerca de la experiencia que tengo en el puesto de repositor. Tuve un empleo similar durante mi adolescencia en un mercado del barrio. También sé que en una gasolinera donde la tienda funciona las veinticuatro horas, es difícil encontrar a una persona dispuesta a tomar el empleo. Además el perfil que describe en el anuncio coincide conmigo «preferentemente masculino, entre 21 a 30 años, con experiencia». Podría haber aplicado. Sin embargo, comprendo que no puedo cuestionarla. Cualquier persona decente tendría miedo de contratar a un «asesino».

Inhalo una bocanada de aire y la expulso con violencia. ¿Qué clase de vida tendré en este pueblo si tengo que cargar para siempre con el peso de una acusación falsa?

Caminar por las calles más concurridas del pueblo es como exponerse ante un juicio público. Los transeúntes te echan miradas descaradas, opinan en voz baja y finalmente pasan de ti, como si no estuvieras a unos cuantos centímetros viéndolo todo. El día anterior, tuve que trasladarme a la ciudad más cercana para comprar víveres. Vivir así es repulsivo. Sin embargo, la casa que mi abuela me heredó, está hecha un desastre. Nadie querrá comprarla a un precio digno, no hasta que se encuentre en condiciones. La opción razonable es quedarme a mejorar la casa, venderla al mejor postor y luego marcharme a un sitio donde nadie sepa quién soy.

Fue agradable como me trató esa chica pelirroja en las inmediaciones de la gasolinera. Ella me aceptó el café. Puso una sonrisa amable, me dirigió una mirada sin miedo y me habló como si fuera una persona más del montón. La vida sería más fácil si todos fueran como ella.


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Tras el intento frustrado de conseguir empleo en la gasolinera, tardo quince minutos en llegar al pueblo. Luego, camino hasta la zona rural donde está la vivienda. El campo es una especie de paraíso en tonalidades verdes, repleto de vegetación, árboles fuertes y viejos, y una diversidad de flores silvestres creciendo en todas partes. Paso la tranquera y sigo a través del largo camino que se distingue porque el césped escasea y, en su lugar, hay dos líneas hechas de tierra que desembocan frente a la vivienda.

La vieja casona de dos plantas es de maderas claras, que combinan con los marcos verde inglés de las aberturas. Tiene un techo de tejas a dos aguas de ladrillo vistoso y un porche de madera con una baranda, donde yace una vieja mecedora en la que solía sentarse mi abuela a pasar el rato.

En su interior, Benji descansa sobre la superficie mullida del sofá. Se pone a ladrar y salta de alegría al verme llegar.

—Ey, amiguito. ¿Cómo has estado, eh? ¿Te divertiste en casa? —intento acariciarlo mientras él da vueltas a mí alrededor. Me hace sonreír—. ¿Tienes hambre, pequeño?

Las heridas que sanamosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora