Vi que la chica pelinegra reía por lo bajo debido a algo que había dicho su rubia amiga a su lado. Algo probablemente sin sentido pero que causó mucha gracia en ella. Ambas iban con sus brazos entrelazados tropezando en la acera a la vez que daban vueltas sobre su propio eje. La mayoría de las veces enredándose entre ellas mismas y estallando en risas. En el poco tiempo que llevaba observándolas sentado desde un banco cercano descubrí que a ambas les gustaba jugar y disfrutar de la vida como si no hubiese un mañana. Me recordaba mucho a como yo solía ser.
Las converse de la pelinegra daban vueltas sobre el asfalto y su pequeña falda de vuelos ondeaba en el aire al igual que su largo cabello. Sus brazos estaban extendidos a su alrededor y rió lanzando su cabeza hacia atrás. Casi pareciera que le estuviera sonriendo al cielo, y éste le sonreía de vuelta, su color grisáceo por un segundo casi volvió a ser ese hermoso azul claro.
La noche había caído hace varias horas ya en la ciudad de San Francisco, pequeñas ráfagas de frío aire se colaban entre las piernas de la muchacha y hacían que se estremeciera, podía notarlo a pesar de la distancia. Frotaba sus manos y exhalaba aire caliente en ellas tratando de que éstas volvieran a la vida. Su cabello, negro como la noche, terminó debajo del pequeño gorrito de lana que guardaba en su bolso.
La chica decidió volver a su casa luego de pasar toda la tarde del sábado haciendo bromas con sus amigos y recorriendo como buena aventurera la ciudad. No eran muchos, no llegaban ni a media docena. Sí, la chica conocía a mucha cantidad de personas por lo que pude observar, pero afortunados eran los pocos que se lograban ganar su confianza.
Caminaba ahora sola por el asfalto, sus pies casi se movían por si solos y ella sería capaz de dejar que ellos la llevaran a cualquier lugar desconocido. La calle parecía estar desolada, pero no por mucho tiempo. Lento pero seguro, la seguí desde el otro lado de la calle. Su cabeza se giró al escuchar mis pasos acercarse.
Ella metió las manos dentro de su chaqueta de cuero negro y observó cada uno de mis movimientos. Pero lo que más le llamó la atención, al parecer, es que yo llevaba sobre mi cuerpo la misma chaqueta que ella estaba usando. El mismo cuero negro, suave y brillante. Siempre creí que a nadie le quedaba mejor esta chaqueta de cuero que a su propio creador, un joven modelo australiano, hasta que la vi a ella.
Falda negra, converse negras, cabello negro también. Ese estilo le sentaba realmente bien. Al parecer no pude evitar llamar su atención. —¡Hey tú! —gritó.
Yo, que había metido mis manos en los bolsillos delanteros de mis jeans descoloridos, volqué mi mirada hacia ella. Cuando lo hice me quedé sin respiración. Me sentía como el chico más afortunado del mundo sólo por el simple hecho de que Bryana Williams me había llamado a mi. Jamás había visto una chica tan hermosa y genial como ella. Había escuchado varios rumores sobre ella en la ciudad, algunos buenos, y otros no tanto, pero nunca fui de esos que se dejaba llevar por la opinión de los demás, y al parecer, ella tampoco lo era. Era justo como todo el mundo la describía. Con esa sonrisa dulce y mirada salvaje expresaba más de lo que mil palabras podrían ¿Quien no se cansaría de hablar de ella?
Podría jurar que la chica no me había visto jamás caminado por las calles del pequeño pueblo, aunque en realidad no lo había hecho mucho, por lo que llegó a la conclusión de que era el nuevo chico del barrio que recién se había mudado. Mi padre me contó que el día de su llegada a tierras estadounidenses, tan sólo unas pocas semanas atrás, una linda chica de ojos brillantes se plantó frente a la puerta de su casa, dándole la bienvenida con un plato de galletas, para luego ayudarle a desempacar las pocas cajas con pertenencias que había traído con él. Dos semanas más tarde, llegué yo al país a hacerle compañía, allí fue cuando me contó sobre la adorable vecina que le traía galletas todas las mañanas de los sábados.
ESTÁS LEYENDO
Samson
RomansÉramos como estrellas perdidas tratando de iluminar la oscuridad, pero al final terminábamos ahogándonos en nuestras propias lágrimas.