Capítulo final | En las manos del destino.

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        Por alguna razón me encontraba de nuevo frente a la puerta de mi antigua casa, no importaba el camino que tomase, todos me traían de vuelta a aquí. Los primeros días se me hizo más que difícil volver a este lugar debido a todas las memorias que allí se escondían. Sentía que había algo allí que me seguía atando a ese lugar, sólo que aún tenía que averiguar que era. Una sensación de calidez, cuando el exterior era una tormenta gélida, sentido de pertenencia.

Dos semanas después, en donde mis visitas a la casa eran diarias y era mayor el tiempo que pasaba allí que en otra parte, llegó una carta. Con dirección desde San Francisco, no necesité abrirla para saber de quien se trataba. El sobre rosa y con olor a lavanda me daba la respuesta. Decidí que lo mejor sería dejarlo sobre la mesa hasta que mi corazón pudiese soportar leer el contenido, no sin antes sacar un pequeño intruso que se encontraba dentro de éste. Un dado de seis caras. Lo miré extrañado, al principio creyendo que quizás había sido una equivocación que estuviera allí, pero el sobre estaba intacto, nadie pude introducirlo allí, por lo que llegué a la conclusión de que esa mujer en verdad estaba completamente loca. Lo único que pude hacer fue tomar el pequeño objeto y abrazarlo contra mi pecho.

Me pasé los siguientes días jugando a las cartas en la soledad de la habitación de mi niñez, el dado haciéndome siempre compañía, aún tratando de averiguar cual seria su significado. Había crecido bastante en los últimos meses, tanto en conocimiento como en altura, por lo cual todo me parecía demasiado pequeño ahora. La habitación, como el resto de la casa, olía a polvo y humedad, señal de que nadie había estado en ella en meses. Todas mis cosas de niño se encontraban allí, los viejos juguetes, las fotografías con cristales rotos como claro recuerdo de mis días de rebeldía, los utensilios de cocina de mi madre y su ropa vieja, y aquella pelota roja que Finn trató de robarme hace tantos años atrás.

Volví a jugar con ella en el patio delantero de la casa, rodando en el césped como solíamos hacerlo. Sólo que ya no era tan divertido. Pasé algunas noches aquí también, sólo con la compañía de mis recuerdos y aquella pequeña gota que brotaba del grifo del baño cada cinco segundos y medio, lo con la única intensión de que el sonido que realizara no me hiciera sentir tan solo durante las frías madrugadas.

El eco de mi voz era el único sonido que se reproducía en el lugar, y mi sombra era mi única acompañante. En esta misma habitación, cuando se iba la luz Finn y yo encendíamos sólo una vela y nos contábamos historias, dibujábamos sombras en la oscuridad, y nos abrazábamos, sabiendo que lo éramos todo para el otro. Apenas podíamos vernos los rostros con tan tenue luz amarillenta, pero para nosotros era más que suficiente. Lo amaba un poco más en cada uno de esos momentos.

La tercera noche fue la más oscura, y la que más odié. Caía un diluvio afuera de la ventana de mi habitación, y me encontraba celoso de cada pequeña gota de agua, pues sabía que si llovía allá donde ella se encontraba ellas tendrían el privilegio de tocar su piel, ya que ella las dejaría. Estaba celoso del viento que acariciaba su cabello, y de la luna, que era observada por esos hermosos ojos azules como el cielo. Odiaba la probabilidad de que ella pueda llegar a ser feliz sin mi. Cada minuto que pasé sin ella entre mis brazos fue peor que el anterior.

Luego de cuatro días de haber encontrado el sobre rosa a los pies de la puerta de entrada, decidí que mi corazón debería soportar esa carta o aprender a ser más fuerte. Quizá un poco de las dos. Me costó toda mi fuerza de voluntad abrirla, apoyándome en la pared más cercana y dejándome caer hasta el piso.

«Mientras escribo esta carta, tu estás subiéndote a un avión que te llevará de vuelta al lugar que perteneces. No importa cuantas veces me intente convencer a mi misma de que ese lugar es conmigo, ambos sabemos que no es así.»

SamsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora