VI. ÚLTIMA BALA

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En uno de los comercios abandonados de la esquina, Kamishy y sus trece soldados junto al equipo periodístico de SIAT encontraron refugio provisorio. Minutos atrás, habían corrido a toda velocidad por los callejones internos de la manzana, hasta encontrar la puerta trasera de aquella edificación abierta de par en par. No lo dudaron demasiado, se precipitaron hacia el interior tratando de ponerse a resguardo. Pero la situación no parecía mejorar mucho. Los yihadistas ya habían irrumpido en las viviendas de la manzana y sabían con precisión dónde se escondían. Para colmo, su presencia también al otro lado de la calle, les impedía poder abandonar aquel oscuro recinto.

El estruendoso tiroteo se reanudaba. Los soldados del Coronel se agrupaban en las ventanas de aquel comercio y trataban de contestar el fuego hacia los edificios vecinos. La tensión iba en aumento, pues cada vez se sumaban más fusiles a la sanguinaria contienda. Por si fuera poco, cada tanto los suelos y las paredes vibraban víctimas de tremendas explosiones, quizás, de granadas o misiles. Un manto de polvo caía del techo del pequeño recinto por cada detonación que en las calles se reproducía escandalosamente. La desigualdad de fuerzas cada vez se hacía más notoria.

De un momento a otro, uno de los peshmergas apostado en la ventana, recibió un balazo mientras efectuaba una descarga. Cayó de espaldas al suelo y su fusil fue a parar a varios metros. Se retorcía en el suelo bajo gritos ahogados de dolor, sujetándose el brazo y temiendo morir por esa herida. Pero ninguno de sus compañeros estaba en condición de ayudarlo, pues seguían accionando sus fusiles a través de las ventanas. Kamishy fue el único que se precipitó en auxilio de su compañero caído. Se deslizó de rodillas por el suelo con el impulso de la corrida en los últimos metros. Tuvo la mala suerte de que su Handy se cayera ante semejante movimiento brusco y se destrozara en pedazos de plástico. Pero no le importó, la vida de su compañero era más importante.
— ¡Aléjense de las ventanas! —Exclamaba mientras trataba de asistir al herido—. ¡Conserven la munición!
— ¡Pero señor, están por todos lados!
— ¡Ya lo sé, pero no quiero que disparen por disparar!
—Señor, si no abrimos fuego se nos vienen encima.
—Solo traten de mantenerlos a raya, disparen solo a los blancos visibles.

Los tres miembros del equipo SIAT, permanecían agazapados tras el mostrador de aquel comercio. Con sus manos se tapaban los oídos, tratando de no quedar sordos ante semejante tiroteo. Mientras tanto, los kurdos contestaban en menor medida los disparos, pero aquellas detonaciones tronaban como petardos dentro de una olla. Michael parecía esconderse cada vez más en el interior de una alacena baja, por detrás de aquel mostrador. Se tomaba las rodillas y miraba frenéticamente hacia ambos lados, como si su vida dependiera de ello. Por su parte, frente a él, Lucía permanecía acuclillada contra el muro, cada tanto cruzaba miradas llenas de tensión con el británico. Y en cuanto a Carlos, arrodillado entre los vidrios rotos de la ventana, todavía se quejaba entre dientes de un golpe que sufrió en la rodilla de camino hacia allí, luego de saltar apresuradamente una valla.

Aunque permanecían en silencio, y en el caso de Michael, elevando plegarias al cielo para que todo terminara rápido; los tres, por dentro se hacían la misma pregunta: ¿Cómo había sido posible que hubieran terminado justo en medio de un feroz combate? Lo último que Lucía recordaba, era haber estado documentando los hechos, a las espaldas de una unidad kurda, que en cuestión de segundos la mitad murió acribillada a balazos y la otra se batió en corridas desorganizadas. Y el equipo periodístico también se precipitó a la carrera, pero en otra dirección. Ante los disparos impactaban estremecedoramente cerca, Carlos los había conducido hacia el patio de una vivienda; luego reaparecieron los sobrevivientes kurdos que ahora los acompañaban. Después de eso, corrieron por los callejones internos y dieron con el pulmón de manzana. Atravesaron otro corredor y allí terminaron, en ese comercio de baratijas de mala muerte. Pero esta vez, en lugar de estar cercados en el diámetro de una cuadra, permanecían acorralados en el interior de un comercio. El enemigo parecía asfixiarlos con el correr de los minutos.  
—Juro que si tuviera un revolver ya me hubiera volado la maldita cabeza —Titubeó con su voz ahogada Michael.
—Deberíamos habernos quedado reportando desde el campamento.
—Es muy tarde para decir eso —Agregó Carlos desde el esquinero.
— ¿Qué pasará si caemos en manos de estos desquiciados? ¡No quiero terminar con la cabeza separada del cuerpo como el norteamericano! ¡Degollado por estos hijos de su madre, no señor por favor te lo pido!
—Tranquilo, Michael. Ya hemos pasado por situaciones peores —Lo serenó Carlos en un atronador ambiente de disparos y explosiones—. ¿Recuerdas la embajada norteamericana en Somalia? ¿Te acuerdas que los terroristas casi nos vuelan la puta cabeza?
—Sí, pero en esa ocasión teníamos un maldito pelotón de marines que nos cuidaba el culo. ¡Y acá los putos terroristas están a menos de quince metros sin que nadie se interponga entre ellos y nosotros!
— ¡Deja de gritar maldición, me desesperas con tus gritos de histérico!
— ¡Ya, cállense los dos! —Intervino Lucía fastidiada—. ¡Estamos en medio de una puta guerra y ustedes no tienen mejor idea que ponerse a discutir! —Lanzó para sorpresa de los otros dos y luego, en un tono más sereno, continuó—. Todavía están los kurdos con nosotros; y tal vez, con un poco de suerte los yihadistas se retiren. Así que, dejen de gritar y traten de calmarse...
— ¡¿Acaso están ciegos?! ¿¡No lo entienden!? —Bramó Michael fuera de sí—. ¡Vamos a perder la vida en este asqueroso agujero!

OPERACIÓN TEMPESTAD  #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora