XVII. LA JAURÍA DEL CÁUCASO

44 4 0
                                    

Los tres grupos se adjudicaron un sector diferente para repartir las cargas explosivas. En cuestión de segundos, se pusieron en marcha. Aquel gigantesco recinto subterráneo se mostraba oscuro como la boca del lobo misma. En semejante espacio vacío, donde solo había columnas y se respiraba un aire denso pero fresco, estaban ubicados los cimientos de todo el centro comercial. Con sus armas en alto se inmiscuyeron en la oscuridad los tres grupos de dos. No obstante, todos sabían que no existía amenaza en aquel lugar. Después de todo, quién iba a defender un territorio bajo suelo.

Kahler y Agrin avanzaron hacia el fondo del oscuro estacionamiento, a más de doscientos metros por dónde habían ingresado. Con sus pequeñas linternas incrustadas en las carabinas M4, iban iluminando el camino mientras trotaban en dirección a las últimas columnas de hormigón.
— ¿Dónde? —Se detuvo Agrin iluminando su alrededor.
—Treinta metros al fondo, quince a la derecha —Le señaló Kahler con sus ojos clavados en el pedazo de plano, iluminado tenuemente por la linterna.
El Sargento peshmerga se separó en la dirección indicada. Jo, siguió el rumbo contrario, avanzando solo hacia las profundidades de aquel subsuelo. Agrin, rodeó algunas columnas de concreto mirándolas de reojo y avanzó hacia su objetivo. Caminó a paso acelerado con su fusil en alto hasta no escuchar más nada que sus propios pasos. La suela de su bota parecía estrujar en un ruido alguna clase de desperdicio que quedaba al ras del suelo. No tardó en divisar sus pilares asignados. Se arrodilló frente al cimiento de hormigón y desencajó la linternilla de la carabina. La llevó a su boca al tiempo que se sacó la mochila de sus hombros y la abrió frente al halo de luz. Revolvió el interior de la misma con nerviosismo. Palpó una de las tres cargas explosivas, la sacó y la observó detenidamente.

El ladrillo de polvo explosivo aglutinado, contenía en su dorso una etiqueta escrita a puño. Era la letra de Ramírez, quien se preocupó hasta en colocar un instructivo en inglés sobre cada pieza. <<Colocar a la altura del pecho y accionar perilla hasta que parpadeé luz roja>>. Agrin largó una risa nasal, aquel loco de las bombas estaba en cada detalle. Finalmente, en un movimiento dio vuelta la carga en sus manos y quitó el protector adhesivo de la pieza. La apoyó sobre el frente de la ancha columna de hormigón y el explosivo gelatinoso pareció adherirse con facilidad. Colocó su dedo sobre la perilla metálica. Era hora de activarla. Pero justo cuando estaba por accionarla, se frenó en seco.

Alguien estaba detrás de él. Pues no era solo el ruido, pudo sentir como lo observaban en la oscuridad. ¿Sería su subalterno que tal vez se había perdido? No lo creía. Miró su fusil, apoyado sobre el suelo, lejos del alcance de su mano. Se maldijo por no dejárselo colgado como debía. Lentamente y sin levantar sospechas, movió su mano hasta tratar de desenfundar su pistola, amarrada con la cartuchera al cinto. Finalmente, tras un respiro, intensificando la velocidad de su brazo al ciento por ciento, jaló de la culata del arma hasta sacarla de la funda y, en un mismo movimiento, se dio vuelta. Pero antes que llegara a apuntar su arma hacia la inmensa oscuridad, el fogueo de un arma a tan solo doce metros de distancia se tradujo en un disparo. El proyectil impactó de lleno sobre su chaleco antibalas, con la fuerza suficiente para impulsar su cuerpo hacia atrás. El sargento peshmerga, cayó de espaldas a la columna. En una fracción de segundo trató de elevar el puño que sostenía su pistola Glock 17, hacia la sombra que se erigía frente a sus ojos. Pero un segundo disparo volvió a darle en el pecho. Esta vez, el ardor penetrante le hizo entender que el proyectil había traspasado el chaleco. Tan solo sin que pudiera pensarlo mucho, un tercer disparo le dio en el cuello, dejándolo completamente fuera de combate.

Aquel ardor penetrante que lo ahogaba, lo había dejado mudo. Trataba de gritar con esfuerzo, pero su voz no salía. Intentó alertar desesperadamente a Kahler o al resto de los soldados, pero no pudo. Aquello parecía una pesadilla. Se llevó una mano al cuello al tiempo que la sangre salía a borbotones. Tenía las cuerdas vocales destrozadas. Los latidos de su corazón incrementaron la frecuencia. Con cada pulsación, un denso chorro de sangre salía de la escabrosa herida en su cuello. De repente, frente a sus ojos, la figura que le había disparado desde la sombra se acercó a pasos lentos. Agrin, en un último intento por tomar su pistola que yacía en el suelo, deslizó su mano hasta palpar la culata de la misma. Sin embargo, la pesada bota del atacante, erigido frente a él, le rompió los dedos de un pisotón. El Sargento peshmerga quiso gritar del dolor, pero tampoco así lo pudo. De su boca solo salió un aullido desgarrador completamente afónico. Al cabo de unos segundos, el sujeto se agachó ante él y la luz de la linterna le iluminó finalmente el rostro. Un hombre de tez blanca y cabeza rapada, con unos ojos grises como el acero, lo miró al tiempo que esbozaba una sonrisa macabra.

OPERACIÓN TEMPESTAD  #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora