El fin de los tiempos ha llegado a Kobane. Aquellas huestes que fueron demoradas en cada punto de La Rojava, por fin asoman sus fauces para dar el primer mordisco a un enclave rendido a sus pies. Las trompetas del juicio final resuenan en los cielos, traducidas en rasantes vuelos de una Coalición Internacional que nada puede hacer para detener el avance del Estado Islámico. Los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgan hacia el final de La Rojava, hacia la frontera con Turquía, hacia la caída de Kobane. La tempestad fue solo una suave brisa que jamás pudo disipar la borrasca oscura que se avecinaba. Pues parece que la tormenta negra, finalmente ha llegado.
Ya no existe más nada por hacer, más que mirar al cielo, juntar las manos y elevar plegarias a alguien que detenga lo indetenible. El mundo occidental observa pasivo como la derrota militar pasará a transformarse en una masacre de dimensiones bíblicas. Pronto. Muy pronto. Y nadie hace nada. Nadie mueve un pelo por evitar que un nuevo genocidio comience a gestarse. Entre miradas cómplices, ajustándose los nudos de sus corbatas, en discursos vehementes pero vacíos e hipócritas, la comunidad internacional parece defecar sobre los principios humanos, echándose culpas unos y otros, sin soluciones, sin compromisos.
Pues entonces pareciera que la determinación la tienen los kurdos. Aquellos valientes iluminados que durante siglos lucharon por su reconocimiento, por su independencia, por algo tan noble y sagrado como lo es su patria. El mundo hoy los observa desde afuera, expectantes, pero solo expectantes, porque si de ayuda se trata, nadie jamás hizo algo por el Kurdistán. Pero qué se le puede decir a un pueblo que durante años se mantuvo de pie, unido, soportando tormentos, genocidios, torturas. Un pueblo que nunca fue reconocido como tal, pero que su unión es tan verdadera que perdura por el tiempo, en un mundo de naciones desencontradas, de países con guerras civiles, ellos sostienen su bandera, firme y con valentía, pues nadie jamás les quitará sus ideales.
Y una vez más la historia los pone a prueba, los acarrea a la fuerza para congraciarse con su destino o para morir con él. Ningún enemigo les arrebatará sus tierras, ningún enemigo les destruirá sus familias, ningún enemigo los echará de sus propiedades. ¿Puede alguien despojar a un kurdo de lo que le pertenece? Seguro que sí. Pero entonces, que ese alguien se prepare, porque cuando el kurdo vuelva, recuperará lo que le pertenece. Y volverá. Fanatismo en la sangre, obstinación en la mente, serán los defectos de esta noble nación iluminada las armas que los liberen de la destrucción. Las armas que los mantengan unidos, por siglos y para siempre, hasta el fin de los tiempos. Pues el fin de los tiempos, ahora, parece haber llegado.
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En largas colas los residentes de Kobane aguardan que los voluntarios les entreguen su ración. Un puñado de latas de conserva alcanzarán para paliar el hambre del día. Quizás, con suerte puedan ligar algo masticable, como carne de cabra o alguna otra menudencia. La escasez comienza a ser un problema en la ciudad. Aunque fueron pocos habitantes los que se vieron obligados a quedarse a causa del cierre de la frontera, más los eran quienes decidieron por voluntad propia no abandonar sus hogares. Quizás, cuatro mil o cinco mil residentes. Pero no dejarían atrás su tierra, no abandonarían a sus compatriotas que todavía seguían en armas. Y eso, constituía una amenaza, porque las raciones de alimentos no alcanzarían para todos.
Los últimos camiones de provisiones que alcanzaron a cruzar la frontera, ya estaban agotando sus cargas. Y el ánimo en la ciudad comenzaba a decaerse. La asfixia provocada por un enemigo pululando en los alrededores, planificando su invasión final y definitiva, no era más que un tormento psicológico con el cual los pobladores lidiaban por aquellas horas. Atrás habían quedado los ideales de una revolución en La Rojava, de una Kobane libre; de aquella primavera solo quedaban recuerdos nostálgicos.
A solo dos cuadras de aquel gimnasio que servía como comedor para los refugiados, se encontraba el ayuntamiento municipal de Kobane. El Capitán Kahler subió las escalinatas bajo un lento caminar, pues parecía que sus piernas le pesaban últimamente. Creía que sobre sus hombros ahora cargaba dos pilares de concreto que lo obligaban a andar inclinado hacia delante. Aquello no era más que el peso de la consciencia y el tormento de una noche en la que poco pudo dormir. La muerte del francotirador ruso parecía llevarla dentro de una pesada mochila a sus hombros.
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OPERACIÓN TEMPESTAD #Wattys2016
Acción"El hombre jamás podrá saltar fuera de su sombra". Proverbio árabe. Joachim Kahler es un contratista militar privado que alguna vez supo pertenecer a un ejército profesional. Sin embargo, su tormentosa vida lo fue llevando por caminos oscuros hasta...