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Aquel martes me había despertado muy temprano, había salido al patio procurando que mi madre no despertará, ya que mi padre no se encontraba en casa, o aquello era lo que supuse.

Mis pies descalzos habían hecho contacto con la escarcha del césped, observe los pequeños trozos de hielo en las hojas de los árboles, soñando con que un día aquello se transformara en copos de nieve y podría hacer ángeles o muñecos.

Sonreí, que sueño tan estúpido.

Me aproxime al jardín donde mi madre tenía flores y enredaderas, regué todas las plantas, aquel momento era el que podía escapar del infierno, sin bocinas ni militares buscando formas nuevas con atacar las casas de las personas.

Toque los frágiles pétalos de las margaritas, sintiéndome como una de ellas, tan débil, vulnerable y al merced de cualquiera quien quiera arrancarla, hasta que se marchite.

Sentí unos pasos venir a mis espaldas y me di vuelta enseguida con miedo, fue ahí que observe la figura de mi padre parado a unos escasos metros de mi, una sonrisa decoraba su rostro, y mi gesto de felicidad se hizo presente al captarlo, y corrí hacía el.

Se coloco de cuclillas y me rodeo con sus brazos, no era tan pequeña de altura, y al tenerlo de rodillas quede muchos centímetros mas alto que el. Le sonreí y acaricie su cabello a medida que el daba caricias a mi espalda.

—Has amanecido temprano—exclamo y asentí.

—Me gusta regar las flores cuando no hay nadie— murmure y el asintió sabiendo a lo que me refería.

—Papá...— susurre y el arqueo levemente una de sus cejas—. ¿Ya te vas?— cuestione y solo se limito a torcer los labios.

—Debo cariño— dijo—. Pero no podía irme sin pasarte a saludar.

Me dieron ganas de llorar, pero supe contenerme como todas las veces que el anunciaba su marcha, sabía que no se iría lejos, y que vendría en la noche otra vez... pero ese era mi miedo, que no volviera.

Abracé fuerte su cuerpo contra el mio, y coloque mi cabeza en su cuello, fue inevitable, unos sollozos se escaparon de mi boca.

—No llores cariño— clamo el dando suaves caricias a mi cabello.

—No te vayas— susurre en su oído apretando su camisa.

Escuche como suspiro, se separo de mi y me sentó en el césped, a continuación el se sentó también frente a mi, extendió una mano hacía las margaritas y me hizo una seña pícara con sus cejas, para luego arrancar la flor.

La margarita no lloro, ni se quejo, ni siquiera pudo protestar por su vida con las demás flores, claro estaba, ella no tenía vida, no podía armar un alboroto para seguir con vida. Nuestras vidas era así ahora, la vida, como una margarita.

Mi padre acerco la margarita a mi cabeza y la coloco en mi oreja, logrando que se me escapara una sonrisa.

—Haremos un trato, cariño— bramo y asentí esperando que continuara—. Regreso a la noche, y puedes venir conmigo a pegar las pegatinas, hace mucho no lo hacemos, ¿quieres?

Mis ojos brillaron al olvidad la noción del tiempo en la que el me llevaba con el a hacer dichos actos, y asentí muchas veces sin apartar la sonrisa de mis labios.

Y en aquel momento sonó una bocina, sabía que lo estaban buscando.

El se acerco hacía mi y beso mi mejilla.— ¿Nos vemos en la noche, bebé?

Y asentí.— En la noche— susurre y bese su mejilla.

Agito su mano y comenzó a correr hacía la salida del pequeño jardín, me quede allí unos segundos, y luego entre adentro, tomando uno de mis viejos libros de colorar, y allí puse la margarita, ya estaba muerta, pero se merecía un lugar digno en mis recuerdos.

El resto del día me la pase esperando a que oscureciera.




Un amor de dictadura. (Uruguay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora