Once horas más, hasta el relevo de la guardia. Iba a
vivir su noche más larga, ¡a noche interminable.
EMMANUEL ROBLES
EL LÁPIZ SE HA GASTADO TANTO que ya casi empiezo a escribir con la uña. Por fortuna, ayer tarde David me prestó una estilográfica con la condición de que no escriba mucho. Mientras consigo otro lápiz tendré que ser breve. Me encuentro de nuevo, al amanecer, en el rincón donde un ensayo frustrado de pared ha dado lugar a que se coloquen allí un aguamanil de metal y los cubos higiénicos. En la celda, los otros tres hombres duermen aún. Aunque una ventana enrejada que da al patio grande impide la acumulación excesiva de la fetidez de nuestro sueño, en la celda se respiran las cien mil atmósferas de las profundidades terrestres de que habla la geofísica. Sin embargo, en cierto modo, esta celda no constituye una desgracia aplastante, como esos calabozos que yo mismo he visto en otra cárcel, a le cual fui muchas veces, no como prisionero, sino como hijo del alcaide que la tiranizaba. Después de lavarme la cara, lo primero que hago es regar el rosal. Lo llamamos así, pero el rosal consiste en una rosa que siempre está viva, porque, siendo una rosa artificial, está destinada a demorarse en morir. Nunca supe cómo llegó la rosa a la prisión. Lo cierto fue que llegó y que, como un tributo a la belleza del mundo, resolvimos conservarla en la celda. De todos modos, por ser espuria, era una flor apropiada para el ambiente de invernadero de la cárcel. Más tarde, a Braulio Coral se le ocurrió que la plantáramos. En una taza de barro pusimos un poco de tierra y allí clavamos el alambre que imita el tallo de la rosa.
Se levanta gallarda sobre el puñado de tierra, pero por desgracia, cuando sopla algún viento furtivo, como cuando una persona pasa cerca de ella, la flor cruje como si quisiera recordarnos que en lugar de ser una rosa, no es más que una miserable banderita de papel. Plantarla tenía que llevar necesariamente al paso técnico inmediato, es decir, a cultivarla. Siguiendo con la broma botánica, he acabado por regarla todos los días. Es un trabajo que exige habilidades hidráulicas de jardinería. Una gota torpe puede desleírla. David Fresno no puede aceptar esta locura, pero lo cierto es que, en la celda, esta locura ha logrado imponerse. La única vez que el tema salió a flote fue el día en que David me dijo: —No espere que la rosa le perfume la celda. Sería como esperar que una vaca de porcelana le dé leche. —Las flores no sólo sirven para dar perfume—observó Braulio, con la calmada certidumbre de una ama de casa. —Antón podría cultivar marihuana en vez de cultivar rosas—dijo Mister Alba. Braulio sonrió. Braulio sonríe con frecuencia, porque casi siempre está de acuerdo con los demás. —Es verdad. La marihuana encontraría aquí un clima familiar para crecer. David intervino de nuevo: —Para cada cual, la flor es algo distinto. Para Antón Castán es poesía. Para la abeja, un néctar. Mister Alba ayudó: —Para un asmático, la flor es un tóxico. —Para una mujer es un adorno —prosigió David—. Para un muerto, es la última voluntad. Un naturalista italiano dijo que la flor es la menstruación de la planta. Supongo que para un industrial francés dedicado al negocio de perfumería la flor es un aroma subdesarrollado. Yo decidí participar también en el juego. —Entre todos ellos—afirmé—, sólo el jardinero acierta. Para un jardinero, una flor no es más que una flor. David volvió a la carga: —Me gustaría saber para qué cultiva esa rosa incultivable. —Seguramente quiere ponérsela en el ojal el día que salga libre —dijo Mister Alba. —O quizá la esté guardando para lucirla el día de la madre. Una flor muerta para una madre muerta—añadió David. Como no me gusta que mancillen la rosa, pero tampoco que me humillen a mí, me sentí maltratado por las palabras de David. Hay algo que me irrita más que una ofensa y es que no quede constancia del dolor que me causa. Repliqué: —Se equivoca, David. No la cultivo para mí. La riego para ponerla sobre su ataúd el día en que saquen su cadáver de la celda. David no ha vuelto a hablar de la rosa. Creo que la mira como un epitafio, como si la sintiera ya flotando sobre su tumba.
Riego la rosa, que empieza a envejecer, pero que aún se mantiene altiva, con sus postizas venas de savia fallecida, con sus pétalos disecados, de color de sangre falsificada. Varias gotas quedan temblando por un momento en la raíz del alambre. En aquel sitio la tierra parece rebelarse contra el fraude de nuestro ilusorio cultivo. Trepado en el montón de libros y revistas que se acumulan desordenamente al pie de la ventana, echo una ojeada a través de las rejas. Al frente, en la garita principal, un guardían escribe a la luz de un candil. Ni siquiera para escribir suelta el fusil ametrallador. Esa escritura artillada le da un aspecto cómico. Tiene el aire antiguo de un notario militarizado o de un general retirado, entregado a escribir sus memorias. A mi espalda, una cama chirría. Alguien se despereza. Por hallarse su cama cerca de la mía. puedo darme cuenta de que el que se agita en la suya es Braulio Coral. Todos los días las cosas ocurren del mismo modo. Primero me levanto yo. Cuando realizo mi obligada inspección a través de la ventana, que es algo así como el modo de cerciorarme de que el mundo exterior existe aún, se despierta también Braulio Coral. Entonces, los dos empezamos a conversar. Eso da lugar a que Mister Alba, medio dormido, se dedique a maldecir en inglés. También da lugar a que David se asocie a los gruñidos de Mister Alba, pero en concreto y punzante castellano robustecido con pintorescas expresiones. El que siempre lleva la peor parte es Braulio Coral. Sus comentarios impertinentes sirven para que todas las mañanas David le recuerde de modo poco benévolo que la costumbre de madrugar proviene de la época en que Braulio desempeñaba en las calles de la ciudad, desde el amanecer, con una escalera al hombro, el oficio ambulante de pintor de brocha gorda. —¿Qué hora es?—preguntaba Braulio. —Apenas comienza a clarear—contesto. —¡Silencio, pintor!—chilla David. Contra su costumbre, Braulio da media vuelta en la cama y sigue durmiendo. No tengo más recurso que volverme a acostar. En el monótono horario de la prisión, en el que la presencia de una rata llega a convertirse en tema esencial de meditación y en sensible inquietud del espíritu, no hay nada tan pesado como esto. Levantarse y tener que volver a acostarse en el acto implica la más cruel de las torturas. No habiendo hacia dónde moverse, no pudiendo leer aún dentro de la penumbra interior, temiendo molestar a mis compañeros si insisto en conversar con el pintor Braulio Coral, no me queda más recurso que tratar de dormir de nuevo. Acumular sueño sobre sueño, hasta que el reposo me hinche los ojos, hasta que con el letargo me duela la cabeza, hasta que el hartazgo de sueño se me empiece a convertir en desvelo insano. Embodegar sueño en la cabeza, para poder vivir en la oscura patria del sueño. Acostarme a estas horas, después de haber presentido el mundo a través de la ventana, es como sepultarme vivo en una tumba más pesada que la muerte y casi tan agobiadora como el infierno.
En la cárcel, el insomnio es el sueño, y el sueño es la agonía. No está uno dormido, pero tampoco despierto. Está uno en esa región impenetrable donde los crímenes descansan en la carne del hombre que es su prisionero. Lo grave de la cárcel no es que esclavice nuestro cuerpo, sino que nos aplaste con la mole momificadora del sueño forzado, que es el que más se parece al sueño eterno. En la Biblia se habla de un patriarca que "vivía lleno de días". Yo vivo lleno de noches, con mi sueño despierto acostado en la noche larga de la cárcel. Cuando estaba libre, yo podía recordar mi vida con claridad. Desde que estoy en la cárcel sólo puedo escarbar en el confuso estercolero de mis sueños. En la cárcel no sólo duermen los hombres. En este charco de agua sucia el tiempo duerme también, como un pez clavado en el anzuelo del cansancio y del olvido.
ESTÁS LEYENDO
Jesús Zárate LA CÁRCEL
Mystery / ThrillerLa acción de la novela galardonada con el Premio Planeta 1972 transcurre íntegramente en una cárcel colombiana, en la que el protagonista, Antonio Castán, se encuentra acusado de un crimen que no ha cometido. Para ocupar su tiempo empieza a llevar u...